4 días en Tokio
Tokio
fue nuestro primer destino en la odisea por Japón. Llegamos el día 10 de
octubre, porque después de nuestro viaje en avión, habíamos viajado al futuro.
Sí, porque, a pesar de haber salido de casa el día 9 de Octubre y de estar en
dos aviones, hay que sumar las siete horas de diferencia que hay entre
Barcelona y Tokio.
Tokio
nos recibió con un tiempo más estival que otoñal, con una temperatura digna de
llevar camiseta de manga corta que chaqueta. Así que empezamos a quitarnos
capas de ropa y emprender la aventura de buscar el hotel.
Lo
bueno de que las maletas no llegaran al destino fue que íbamos ligeros de
equipaje, con lo puesto, una mochila, un mapa, mucho sueño y muchas ganas de
llegar. Aún sin Internet en el móvil, con los datos desactivados y sin wifi,
Carlos pudo activar el gps, y, aunque no le decía las calles, servía para
orientarnos un poquito. Parecía que el hotel estaba cerca y emprendimos la
aventura desde la estación Tokyo Station,
donde nos había dejado el tren que habíamos cogido en el
aeropuerto de Narita, gracias a las indicaciones de Información turística.
Pudimos hacer nuestro primer trayecto gratis gracias al JRP.
Desde
la estación, con el mapa, el móvil y nuestra intuición llegamos al hotel. Casi
no podíamos creerlo. Se nos había hecho eterno, a pesar de que no hay tanto,
pero con el jet lag y las ganas parecen más largos los caminos, suerte de no
llevar las maletas. El hotel se llamaba Horidome
Villa. Llegamos antes de la hora del check-in, así que no podíamos subir a
la habitación, pero si terminar de realizar el papeleo de entrada. Además, se
dieron cuenta que tenían algo para nosotros y era el Pocket Wifi. Ese aparatejo
que nos permitiría disfrutar de Internet y que habíamos pagado y reservado con
anterioridad en Barcelona había llegado al destino sin problemas. Así que, en
la mini sala de espera de la recepción nos dedicamos a investigar cómo
funcionaba. Parecía fácil, introducir la contraseña que nos daban en la
documentación y conectarlo con el móvil, pero o nuestra mente estaba nublada y
adormilada, o eso no quería ponerse en marcha. No sabíamos qué hacer. Después
de probar y probar no hubo manera y lo dejamos estar. Entre ese rato de
descanso y de pruebas, ya dio tiempo a que tuviéramos la habitación lista.
Subimos a nuestra habitación, que eran 6 pasos de largo y ya estaba. Era una
súper mini habitación, con cama de matrimonio pegada a la pared, sin armario,
un escritorio y el lavabo estaba en lo que debería ser el armario. Estaba muy
bien aprovechado el espacio, pero nos sorprendió que fuera tan pequeña. Una vez
más nos alegramos de no tener maletas, porque no sé dónde las hubiéramos
metido. Cuando no nos alegramos tanto de no tenerlas fue cuando quisimos
cargar los móviles y caímos que el adaptador estaba en la maleta. Suerte que
llevábamos la batería externa con nosotros y sirvió para darle un poco de
vidilla a los móviles.
No
podíamos llegar y ponernos a dormir en la cama del hotel. Así que antes de que
el sueño nos venciera, salimos a la calle a que nos diera el are y a descubrir
Tokio. A todo esto en la mini habitación, con calma y paciencia, pudimos
conectar el Pocket Wifi con nuestros móviles, así que teníamos autonomía para movernos como si
fuéramos de allí, gracias a Google
Maps y sus indicaciones.
Nuestra
primera parada, y teniendo en cuenta que ya debían ser las cuatro de la tarde.
fue ir a Akihabara, una de las zonas
que teníamos más o menos cerca del hotel, y que teníamos ganas de conocer. Es
el barrio de la electrónica, de los videojuegos y el paraíso otaku. Entre el
jet lag, el sueño, el surrealismo de la
zona y de los personajes (nos
incluimos, porque parecíamos zombies) daba la sensación de estar en un sueño.
Era todo realmente onírico. Tiendas estrafalarias, en las que Carlos volvió a
la infancia, y disfrutaba viendo cada muñeco de dibujos animados. Eran muñecos
de todos los tamaños, de plástico, con unos precios desorbitados, sobre todo
para mí que el mundo anime fuera de mi infancia me es totalmente desconocido.
Tiendas de videojuegos como una tienda llamada Mr. Potato que se recreaba en
aquellos videojuegos y máquinas de los años noventa, parece que lo vintage está
de moda y nos trae recuerdos que queremos recuperar. Cafeterías, en las que por
cierto no entramos, pero que sabíamos su temática por las chicas que ofrecían
sus servicios para que entrásemos, disfrazadas de colegialas. Tiendas de
aparatos, como microchips, enchufes y cables. Luces y música a raudales. Todo y
sin excepción nos sorprendía. Suerte que las cámaras que utilizamos no son de
carrete, si no ese mismo día ya lo hubiéramos acabado.
Después
el cansancio nos venció, y aunque era muy apetecible y sorprendente todo ese
nuevo mundo lleno de luces, colores y sonidos estridentes, nuestra partida
estaba llegando al Game Over. Así que a pie emprendimos el camino de vuelta al
hotel. Sin embargo, antes, a pesar de que no eran ni las ocho de la tarde,
hicimos una parada para cenar. El sitio elegido era curry, y descubrimos
la cadena de comidas CoCo
Ichi, en el que el ingrediente estrella es el curry. Un curry estupendo
digno de la India, aunque no lo haya probado nunca de ahí, pero tenía un sabor
intenso, sin que picase demasiado, el punto justo y necesario, para darle un
sabor único a sus platos. Comimos en taburetes, resulta que en ese local era
típico comer en la barra, no tienen costumbre de hacer la sobremesa como
hacemos los españoles, si se va a un restaurante es para comer y poco más. Nos
sorprendió que al entrar y sentarnos, sin pedir nada, ya nos sirvieron un vaso
con una jarra de agua fría. No fue el caso de querer para beber otra cosa, pero
tampoco vimos que en la carta hubiera bebidas, solamente muchos platos de
comida, todos con su respetiva foto, para que nos resultase más fácil descifrar
el contenido del plato. Yo acabé pidiéndome arroz con pollo rebozado y curry,
delicioso.
Con
el apetito saciado solamente faltaba cargar energías, así que nos fuimos a
nuestro hotel, para dormir en nuestra mini habitación, y recuperar el sueño
perdido en el vuelo. Mañana sería otro día con mucho que descubrir.
Segundo día:
Parque Ueno y Templo Sensoji de Asakusa
Siendo
ya un poco más personas, habiendo descansado y amanecido en Tokio, con el jet
lag ya casi olvidado. Nos levantamos, desayunamos un café en el hotel- ya que
en el hall había una cafetera para prepararte café o té- y emprendimos nuestra
ruta. La primera parada era visitar el parque Ueno. Seguro que desde donde
teníamos el hotel había muchas opciones de transporte, pero no nos importaba
caminar. Además a nosotros siempre que vamos de viaje nos gusta patear y
callejear las ciudades, porque siempre descubres algo bueno. En este caso lo
malo, entre comillas, es que nos íbamos parando en cada tienda, ya fuera para
hacernos una foto con Super Mario, para entrar dentro y ver qué había, o
simplemente curiosear en el escaparate A pesar de tantas paradas,
llegamos al parque.
El
parque Ueno no lo visitamos por ser uno de los parque urbanos más grandes de
Tokio, sino que dentro de él se encuentran: el zoológico, museo de arte
moderno, museo de ciencia, museo de arte oriental, y otros muchos. No entramos
ni en el zoo, ni en ningún museo. Nos llamaba la atención pasear por el parque,
ver sus gentes, y entrar en los templos que hay dentro de él.
Siguiendo
el camino llegamos hasta un estanque, Shinobazu, que da mucha tranquilidad y
está rodeado de vegetación de todo tipo, con hojas inmensas y muy bien cuidado.
Prosiguiendo el camino y rodeando el estanque llegamos al primero de los
templos, que más bien parecía una cabaña, porque era muy pequeño y todo de madera.
Antes de entrar, tuvimos que hacer el ritual: cerca del templo, había una
especie de cazuelas con un palo y agua, teníamos que echarnos en las manos,
como acto de limpieza y purificación. Además, había mucho incienso, muy cerca
de la puerta. El templo se llamaba Templo
Betendo. Éste es un templo budista y tenía un buda dentro de madera, como
todo él. Todo el mundo estaba en silencio o rezando. Daba impresión estar ahí
dentro, porque parecía que vulnerábamos la intimidad de quien buscaba refugio y
tranquilidad. Así que le echamos un vistazo rápido y salimos.
Cerca
del estanque seguimos paseando y se escuchaban muchos pájaros que aclimataban
el ambiente bucólico del lugar, a pesar de estar en plena urbe. Quisimos ir a otro
templo, que estaba más arriba y que para llegar había que subir unas cuantas
escaleras que estaban flanqueadas por farolillos era el Santuario de Toshogu. Este santuario es uno de los más famosos del
parque, porque es uno de los pocos que sobrevivió a terremotos y a guerras, así
que se puede considerar uno de los más antiguos. No llegamos a entrar dentro,
para no interrumpir a quienes estaban rezando o meditando, pero sí que sentimos
su majestuosidad viéndolo y rodeándolo por fuera. Además de ver los papelitos
que la gente colgaba fuera, en una especie de mural, para que les trajese
suerte. Eso lo fuimos viendo en muchos templos, deseos y sueños de mucha gente
que había ido hasta allí y había dejado por escrito sus anhelos, para que se
hicieran realidad.
Después
de caminar y caminar, nos entró hambre y al ser nuestro primer día como
personas queríamos comer sushi. Nos entró antojo de comer sushi en Japón, puede
parecer una tontería, porque la gastronomía japonesa no se singulariza
solamente por el famoso sushi, si no que tiene mucha variedad. Ya os lo contaré
en otro post. Pero, sigamos, queríamos sushi, y aprovechando que teníamos
Internet en el móvil, optamos por buscar en Google Maps. Encontramos un
restaurante japonés, japonés, tan japonés que costaba pedir la comida, porque
no nos entendían. Fue un show pedir agua. Suerte que en todos los restaurantes
te sirven agua o té, pero en este caso fue té, y yo tenía mucha sed de agua
fresquita. Finalmente nos sirvieron la bebida deseada. Después, tuvimos un
manjar de surtidos sushis, de todo tipo. Muchos no los habíamos probado nunca,
y los que habíamos probado, poco tenían que ver con los de allí.
Con
la barriga llena proseguimos caminando, a un paso más ligero y disfrutando de
las calles de Tokio, hasta llegar al Templo Sensoji. Uno de los
templos más antiguos y concurridos de Tokio. Cuando te vas acercando, supongo
que si ves, vas viendo la majestuosidad, pero si no ves, como es mi caso, vas
escuchando todo el bullicio que te vas a ir encontrando en el centro de todo el meollo.
El
templo estaba al aire libre, podías entrar, pero ahí el silencio,
solamente interrumpido por algún flash, tos y las campanas de
fuera, contrastaban con todo el jaleo que había en la calle. Las calles de los
alrededores estaban repletas de mecanismos para seguir el ritual antes de
entrar al templo: una olla grande con incienso, tan grande que si te acercabas
mucho acababas ahumado y tosiendo. Cacharros como cazuelas gigantes, para poder
lavarte las manos. Todo eso se hace para ahuyentar a los malos espíritus.
También había un sonido muy peculiar, parecían monedas, pero no lo era. Eran
unos pelitos dentro de tubos metálicos, que si pagabas, podías coger uno, para
ver qué futuro tendrías. Yo tuve mala fortuna, así que prefiero no recordarlo,
pero todo, absolutamente todo era muy emocionante. Parecíamos niños pequeños en
un parque de atracciones, ya que no
paramos de asombrarnos y quedarnos absortos con todo lo que nos rodeaba. Audio Templo Sensoji
Siguiendo
el camino había muchas paraditas, al estilo mercadillo, en el que vendían desde
dulces, hasta kimonos, desde imanes hasta abanicos. Cualquier souvenir que
estuvieras buscando o que no, lo podías encontrar ahí. Además de poder degustar,
como fue nuestro caso, dulces exquisitos, como fue un magic fish, según me dijo
Carlos un pez Pokemon que estaba relleno de chocolate, toda una bomba para los
más golosos.
Después
de caminar, hacernos fotos, vídeos y comprar, necesitábamos sentarnos.
Encontramos una terracita que, a pesar de ser octubre, daba gusto estar ahí.
Así que nos pedimos unas cervecitas japonesas, fumamos y disfrutamos del
momento. Nuestra idea era ir a ver uno de los edificios más altos de
Tokio, para ver las vistas, la Torre de Tokio. Un edificio que es bastante
nuevo, 2010, y con más de 600 metros de altura. Sin embargo, estábamos
cansados, se había hecho bastante tarde y oscuro, había que pagar y era algo
caro, así que optamos volver al hotel caminando, aunque tuviéramos más de una
hora andando. Queríamos caminar sin prisas. Cenamos algo rápido cerca del
hotel, no es que tuviéramos prisa, pero es que allí lo de la sobremesa no se
lleva. Así que la gente come y se va. Comimos un arroz caldoso. Y nosotros
pensando que eso era ramen, ya descubriríamos más adelante lo que era el
verdadero ramen, pero es que el sitio se llamaba ramen express o algo así, y
eso nos confundió.
Día 3- 12 de
octubre- Shibuya y alrededores
Nuestro
tercer día en Tokio había llegado. Nosotros parecía que nos íbamos aclimatando
al cambio de horario. Ya teníamos maletas, al llegar el día anterior estaban en
el hall del hotel y nos las subimos. Pregunté cuándo habían llegado, pero la
única respuesta fue un ok, la cual cosa me hizo darme cuenta o que mi inglés
era más patético de lo que yo creía o que no tenían ni idea de inglés en el
hotel.
Fuimos
a desayunar a un sitio que se llama Saint
Marc Café Choco Cro, un sitio cercano a nuestro hotel y por el que habíamos
pasado en varias ocasiones. Desde fuera ya se veía con muy buena pinta, ya que
se veían muchas pastas en el mostrador. Nada más entrar se notaba el calor y el
olor a café. Creo que es el mejor sitio para degustar un buen café en Japón, ya
que el resto de cafés que probamos no estaban para nada a la altura. Cuando estuvimos
comiendo las pastas que habíamos pedido, sentados en una mesa, vimos que había
un trasiego de gente que subía escaleras y descubrimos que tenía más plantas. En
la tercera planta se podía fumar. Así que después de comernos nuestro cruasán,
fuimos a la tercera planta, para tomarnos el café con un cigarro, como hacía
tiempo sucedía en España. Eso sí, yo reconozco que soy fumadora, pero rara, ya
que no me gusta meterme en un sitio que se pueda fumar, pero que parezca una
pecera de humo, porque para eso no fumo. Sin embargo, cuando llegamos vimos que
estaba muy ventilado, que se podía respirar y sin casi olor a tabaco, nos
quedamos en una de las pocas mesas libres. Había bastante gente, la mayoría
hombres trajeados, que estaban en mesas acompañados, o quienes no lo estaban,
estaban con un ordenador, un café y un cigarro en la mesa. Estuvimos un rato
disfrutando de ese momento de tranquilidad, con el café y el cigarro. Hasta que
ya nos pusimos en marcha.
A
pesar de que era 12 de octubre, día de mi santo, yo no era muy consciente de
ello. Era un día más, pero en Japón. Ese día habíamos quedado con Jiwon, una
coreana que conocimos en nuestra etapa de Dublín. Ella hace años que vive en
Tokio, y desde que se enteró que íbamos para allí, se arregló su agenda, para
poder quedar con nosotros. De hecho pidió fiesta en la tienda en la que
trabaja, para poder dedicarnos todo el tiempo del mundo. Quedamos en un punto
clave: estatua de Hachiko.
Nosotros
teníamos muchas ganas de ver la estatua del perro más fiel y venerado de Japón.
Nos hicimos solamente un par de fotos, porque estaba a tope de gente, de hecho
hasta tuvimos que hacer cola, para esas fotos. Todo el mundo quería retratarse
con el perro. La estatua es muy pequeña y está en un pedestal, está justo al
salir del metro y de tren de Shibuya.
Además,
justo el primer cruce que te encuentras es el más famoso de Tokio, por la
cantidad de gente que cruza cada día. Estábamos ilusionados de poder cruzar la
carretera, como si no lo hubiéramos hecho nunca, pero es que pasar al mismo
tiempo que lo hacen más de dos mil personas, no es cualquier cosa. Es cierto
que cuando lo cruzamos por primera vez, al mediodía y tras el reencuentro con
Jiwon, no fue tan impresionante. La mayoría de personas estarían trabajando y
no era tan transitado, pero de igual modo nos hizo mucha gracias pisar el
asfalto más pisado del mundo. Aunque, realmente no nos sorprendió tanto. Sin
embargo, cuando horas más tarde, cuando la oscuridad dejaba paso a las luces de
neón y todo el mundo había salido de las oficinas, eso fue como si fuera la
guerra. Un enfrentamiento entre los que pasaban de un lado con los que
queríamos ir al otro, parecía un juego de niños, el tiempo era el semáforo,
tenías que llegar a la otra orilla y todo sin chocarte con nadie. Lo logramos y
en varias ocasiones, porque, como si fuéramos críos queríamos pasar una y otra
vez. Jiwon se reía de nosotros, nos hacía fotos y lo entendía, porque no éramos
los únicos quienes le habían ido a visitar y hacían lo mismo. Imagino que
en su caso, que tiene que pasar muchas veces por ahí, para ir al trabajo, no le
da tanta importancia, es un simple cruce, un simple trámite que conlleva vivir
con tanta gente en Tokio.
Jiwon
nos hizo de guía llevándonos a visitar tiendas de los alrededores de Shibuya,
centros comerciales que eran grandiosos y tenían de todo. A petición de Carlos
fuimos a una tienda museo de One Piece un anime que suele seguir
bastante y le gusta. En la tienda vendían muñecos de los personajes, gorros,
libretas, ropa, etc. Nos hicimos algunas fotos con algo del escenario y con las
figuras de los protagonistas y nos fuimos. Después de visitar y caminar mucho,
fuimos a comer a un sitio que era muy japonés, no recuerdo el nombre, porque
nos llevó Jiwon. Era un restaurante, en el que podías elegir comer en un
tatami, y como queríamos empaparnos de la tradición japonesa, no nos negamos en
absoluto, al revés nos hizo gracia probarlo. Tuvimos que esperar un rato,
porque había bastante cola, pero había asientos para esperar. No era nada
turístico, creo que todo el mundo que había allí era japonés. Sin ella no sé si
lo hubiéramos descubierto, además que todo estaba en japonés y sin imágenes.
Antes de entrar a nuestra “mesa” nos tuvimos que descalzar y dejar nuestro
calzado, donde estaba el resto. A mí sinceramente, me daba un poco de apuro,
porque después de haber estado toda la mañana caminando no sé si mis pies harían
algo de olor, pero se tenía que entrar con calcetines al tatami. Jiwon
eligió los menús por nosotros, ya que no entendíamos nada, ni siquiera estaba
en inglés, ni había imágenes. Había un poquito de todo: sopa miso, carne tierna
y rebozada de cerdo, verduritas y agua y té que te iban sirviendo los
camareros. A mí se me hizo un poco raro eso de comer en el suelo, era algo
incómodo, porque no estamos acostumbrados. Suerte que no me llevé a Kenzie,
porque para ella hubiera sido un castigo estar tan cerca de la comida y no
poder comer nada, hubiera estado totalmente a la altura de su hocico.
Una vez
más tuve que pedir cubiertos, ya que no había en la mesa, solamente palillos, y
no quise arriesgar a no disfrutar de la comida por comer con palillos. Pensé que
al ser tan japonés me dirían que no tenían, pero afortunadamente para mí, sí
que me dieron tenedor, cuchara sí que había para la sopa. Con el tenedor pude
comer mucho mejor la carne y el arroz que siempre ponen, porque es como si
fuera el pan para ellos.
Con
la barriga llena costaba más ponerse en marcha, pero tenía más rutas preparadas
para nosotros. Nos llevó a una calle muy famosa llamada Takeshita-Dori. Una
calle peatonal llena de gente por todas partes y tiendas pequeñas de toda
índole, desde multinacionales conocidas por todo el mundo a otras
independientes y pequeñas que vendían camisetas de todo tipo. En esa calle
había una pantalla en el que salía la gente reflejada.
Hicimos
una pausa, para descansar y reponer fuerzas, tomando un zumo, antes de ir a un
parque que quería llevarnos muy bonito por sus árboles. Nos quedamos con la
descripción de Jiwon de lo bonito que es, porque a lo tonto se nos había echado
el tiempo encima y quedaban diez minutos para que cerrasen, así que ya no
pudimos entrar. Así que paseamos por otro parque grande, lleno de cuervos y con
letras de Tokio por las cercanas olimpiadas de 2020. Lo recorrimos entero. Yo
estaba cansada, llevábamos todo el día caminando. Hasta que volvimos de
Harajuku caminando hasta Shibuya y vimos la diferencia de verlo de día a la
noche. Era todo un espectáculo, luces, música y gente por todas partes. El
cruce de Shibuya que, una vez más cruzamos, era toda una odisea, porque estaba
sin hueco para cruzar, tenía mucha más emoción.
Por
la noche empezó a llover, así que sin paraguas y ante la sorpresa, nos llevó a
un centro comercial, para que desde la planta de arriba, viéramos las vistas.
Estaba bastante oscuro y solamente se veían las luces de la ciudad. Ahí es
cuando pensamos qué hacer, yo optaba por ir yendo para el hotel, pero Jiwon
insistió en que teníamos que buscar un restaurante para cenar, ya que así
brindaríamos por el reencuentro. A pesar de que a Carlos le apetecía mucho
ramen, para ello tienes que ir con hambre, y nosotras dos no teníamos ganas de
ramen. Así que nos buscó un sitio que nos gustase a todos. Queríamos ir a una
izakaya, una taberna, para poder comer y beber lo que quisiéramos. Todas las
que probamos, quizás porque era viernes por la noche, estaban a tope de gente y
algunas con reservas. Así que nuestra cena se convirtió en una búsqueda, ella
iba mirando en su móvil, no sé si recomendaciones de amigos o qué, pero íbamos
de un sitio a otro, sin encontrar dónde cenar. Hasta que entramos en un
edificio, cogimos en un ascensor y en la planta 7 o así se abrieron las puertas
y había un restaurante. Había gente esperando y nos sentamos a esperar. Parecía
que no llegaba nunca nuestro turno. Realmente un sitio en una planta, la que
sea, no lo hubiéramos encontrado sin ir sin ella, porque no te fijas, ni
piensas que en un edificio cualquiera, vaya a ver un restaurante en tal planta,
están escondidos. Tuvimos una mesa para nosotros y tenía una dinámica peculiar,
había una tablet en el que tenías que pedir lo que quisieras y el camarero te lo
traía al poco de pedirlo. Era todo de tapeo, que si pinchos de pollo con
verduras, que si otro con salsa, que si otro con hueso al estilo alitas, etc.
Todo lo hicimos acompañado de cervezas japonesas que nos había recomendado y
nuestra sorpresa fue que se podía fumar en la mesa. No es que fuera un sitio
específico para fumadores, sino que en todo establecimiento se podía fumar. Nos
contó que en sitios así, tipo tabernas, izakaya, dejan fumar, porque
también se puede beber alcohol. La verdad es que el sitio no estaba nada mal,
porque ibas comiendo, veías que te apetecía algo más, y no tenías que esperar a
que llegase el camarero cogías la tablet y volvías a clicar sobre lo que te
apeteciera, igual sucedía con la bebida. Estuvimos cenando, mientras recordábamos
viejos tiempos de Dublín y nos contaba sus planes de futuro en Japón, ella está
muy a gusto en Tokio y no tiene previsto dejar la capital japonesa, porque
tiene trabajo y le gusta el estilo de vida.
Después
fuimos los tres para la estación de Shibuya, ella iba hasta otra línea de
metro, pero nos acompañó hasta la nuestra y nos despedimos hasta que el destino
nos vuelva a juntar en un próximo destino. Nunca se sabe quizás es ella quien
viene a visitarnos.
El
día de mi santo, aunque sin saber casi que era mi santo, había terminado. Había
sido un día más que completito, en el que no dejamos de practicar inglés,
visitar tiendas, probar comida al estilo japonés y sobre todo caminar y
caminar. Un día completo y divertido.
Día 4- Mercado
de Tsukiji, Shinjuku y alrededores
Cuando
nos despertamos y fuimos a tomar el café nos dimos cuenta que estaba lloviendo.
La
primera parada era ir a la Lonja de Tokio, mercado de Tsukiji. Así que
nos bajamos en Tsukiji station y parecía que lo tendríamos cerca, pero no
veíamos nada. Después de que el GPS recalculase ruta, seguimos sus
indicaciones, y empezamos a ver muchas paraditas, escuchar el jaleo de los
vendedores y notar el olor del pescado. Vendían desde pescado seco, a pescado
fresco y algas. Nosotros queríamos ir a desayunar, ya que nos habían dicho que
preparan un sushi delicioso y más fresco imposible. Íbamos con ganas, a pesar
de la lluvia de disfrutar del pescado fresco de Japón, pero sobre todo de
comerlo. No queríamos que la lluvia nos ahogase el día, y queríamos disfrutarlo
de la mejor manera. Aunque ir con paraguas no era tan cómodo, al menos no nos
mojábamos tanto.
Nosotros
no fuimos con paraguas a Japón, aunque yo recomendaría que en cualquier viaje,
se lleve uno, aunque sea de los pequeños. Yo llevaba unos chubasqueros de viaje
que me habían regalado las compañeras de trabajo. Se trata de un chubasquero
que ocupa muy poquito y lo puedes llevar a cualquier parte, porque no te ocupa
espacio en el equipaje. Al no llevar paraguas, al pasar por una tienda de
conveniencia, 7eleven, vimos que tenían paraguas, pero rechazamos la idea, para
no ir cargados durante todo el viaje con ese paraguas tan grande. Así que fue
entrar y salir. Sin embargo, al salir de nuevo a la calle y ver que la lluvia
empezaba a apretar y ver qué era necesario llevar uno, entramos de nuevo.
Compramos uno de esos paraguas transparentes, allí parece que es lo más típico,
porque casi todo el mundo llevaba uno de esos. Son grandes, y pueden resultar
incómodos de llevar, pero protegen muy bien de la lluvia, son fuertes y resistentes,
además tiene la ventaja de poder ir viendo a quien tienes delante, porque es
transparente y no te oculta nada.
Con
el paraguas, el chubasquero, las cámaras y las ganas visitamos muchos
puestecitos del mercado de Tsukiji. No sabíamos dónde desayunar, más bien
almorzar, ya que muchos de los puestos eran callejeros, pero con la lluvia no
nos apetecía comer de esa manera, por lo incómodo que puede ser, comer evitando
que se te caiga al suelo, haciendo malabares y encima mojándote. Así que alrededor
del mercado, había muchos restaurantes que a precio más que asequible ofrecían
sushi entre otros manjares. Nosotros nos centramos en el sushi y entramos en
uno que tenía buena pinta y así fue. El restaurante en cuestión se llama Ichiba Sushi con una barra llena de
taburetes, no había mesas, la mesa era la barra, porque arriba había una cinta
por la que pasaban multitud de platitos con algún tipo de sushi. Veías como los
cocineros delante tuyo preparaban el sushi y los ponían el platos, era todo un
espectáculo. Empezamos a coger platitos, uno a uno, y lo primero que me
sorprendió era que no había wasabi, con lo que a mí me gusta mezclarlo con la
soja. Con el primer bocado lo entendí, y es que al ser pescado fresco, los
cocineros ya ponen un poquito dentro de cada elaboración. Probé muchos tipos de
sushi, incluso me gustaron más los niguiris que los que más me suelen gustar
que son los makis con la alga nori. En este caso creo que me gustaron más los
niguiris, porque nunca había probado sushis tan frescos y deliciosos. Empezamos
a coger un
plato, nos lo comíamos y cogíamos otro. A la hora de pagar, por muy
barato que fuese, nos dimos cuenta que habíamos comido mucho. Fue gracioso,
porque te dicen lo que le ha costado, apilando todos los platitos y pasando una
máquina, ya que depende de la cantidad de platos y del color tienen un precio u
otro. No fue un precio desorbitado, para toda la cantidad y la buena calidad de
los platos que habíamos degustado. Lo pagamos más que a gusto.
Después
de haber saciado y probado muchos sushis, ya no teníamos mucho que hacer en el
mercado, ya que las paraditas las habíamos visto. Y, aunque dicen, que lo bueno
del mercado de pescado es ir de madrugada, para ver la subasta. Nosotros no
madrugamos lo suficiente, como para verla en acción, no era necesario, tampoco
nos hubiéramos enterado de mucho. Lo importante era probar el pescado fresco y
ver a los cocineros en acción y eso lo hicimos. Así que una vez
visto, fuimos en dirección al hotel, ya que cerca de nuestro alojamiento
estaba el Palacio Imperial de Tokio. Después de rodear el espacio del Palacio, para
encontrar la puerta, fue todo un poema al ver que estaba cerrado al público.
Tuvimos tan mala suerte que no caímos que los viernes estaba cerrado. Solamente
cierran dos días a la semana, lunes y viernes, y coincidió que era viernes.
Nosotros en que casi no sabíamos ni qué día era, no habíamos ni caído. Al menos
nos hicimos unas fotos desde fuera, a pesar de la lluvia, y queda para
visitarlo en otro visita a Japón.
De
ahí nos fuimos a Shinjuku para visitar el Edificio del Gobierno
Metropolitano de Tokio. Había leído que este edificio que cuenta con 243 metros
es un lugar ideal, para contemplar las vistas de la ciudad sin necesidad de
pagar. Así que entramos, pasamos un control de seguridad antes de subir al
ascensor, y de ahí directos a la planta 43. Nos dimos cuenta que no éramos los
únicos turistas del lugar, había bastantes, pero sin aglomeraciones. Por tanto
pudimos ver por los ventanales diferentes panorámicas de la ciudad, además en
cada ventanal, en inglés, te explicaban qué se podía observar. Carlos me iba
leyendo qué es lo que teníamos enfrente. Además, por supuesto, aprovechamos
para hacernos algunos retratos con el marco incomparable de la ciudad de Tokio
de fondo.
Estuvimos bastante rato, ya que no había límite de tiempo. Incluso
descansamos en unos bancos, ya que era un lugar muy tranquilo. Después
visitamos una tienda que había dentro con productos típicos de Japón, aproveché
para comprarme un zumo de miel, algo raro, pero que sabía que me vendría bien,
para mi dolor de garganta.
Nos
resistíamos a abandonar el lugar, porque, a pesar de lo majestuoso del sitio,
era muy tranquilo, además no queríamos enfrentarnos otra vez a la lluvia
japonesa. Pero, nos armamos de valor, me puse de nuevo el chubasquero y nos
lanzamos a la calle. Queríamos visitar el barrio de Shinjuku. Este barrio es
muy concurrido, tiene muchos edificios altos con luces de neón. Nosotros
estuvimos paseando por sus calles, sin ninguna ruta específica, simplemente
introduciéndonos en sus calles como si fuéramos de ahí. De hecho visitaos una
tienda de electrónica, solamente por el gusto de resguardarnos de la lluvia y
ver qué tenían. Era como una de las que tenemos aquí, pero a gran escala, con
más de ocho plantas. Una planta solamente para cámaras fotográficas y de vídeo,
se nota que a los japoneses les gusta la fotografía y había cámaras que bien
podría ser para profesionales. Yo querría haberme comprado, aunque fuera un
pendrive original, pero no ví ninguno. Además los precios, más o menso son como
los de España, no son más baratos. Hay que tener en cuenta que comprase
aparatos electrónicos en el país nipón no es ninguna ganga, quizás hace años sí
que lo era, pero ahora no: en primer lugar el precio no es barato, todo lo que
ves o casi todo lo puedes encontrar en tu país, además de que cualquier cosa
que compres allí después tendrás que comprar un conector para poder enchufar el
cable en tu país, hay que tener que los volteos no son los mismos.
Después
de pasear y visitar tiendas, nos entró algo de hambre. Hay que pensar que ese
día aún no habíamos comido, ya que habíamos hecho un gran almuerzo de sushi.
Así que sobre las seis de la tarde ya nos entró un poco de hambre. Había unos
“restaurantes” que estaban en una callejuela estrecha, todos agolpados, muchos
llenos de gente, en algunos solamente podías sentarte en taburetes y con el
inconveniente de que eran al aire libre, solamente había una cortina que
separaba la taberna de la calle. Encontramos uno que no estaba muy abarrotado y
que tenía mesas y sillas, solamente tres, pero una era para nosotros. Sentamos
nuestros aposentos y enseguida nos dimos cuenta que habíamos caído en un sitio
para turistas, porque todos los que estábamos allí éramos de fuera. Empezamos a
pedir pinchos, de esos que parecen baratos, pero que tienen la trampa de que
vas pidiendo, pidiendo y después el precio es muy diferente al que habías
pensado. Pedimos: yakitoris (uan especie de pinchos de pollo con
verduras), gyozas (una especie de empanadillas al estilo japonés),
ensalada, pincho de gambas, entre otras tapas típicas del país. Todas esas
raciones acompañadas de una cerveza japonesa nos entretuvo el estómago y nos
sirvió de cena.
Emprendimos
el camino hacia el hotel, pero no habíamos caído que era un viernes y sería las
siete y algo de la tarde, así que la estación de Shinjuku fue toda una odisea.
Era la primera vez que estábamos allí, estaba a tope de gente, incluso desde la
calle teníamos que hacer cola para entrar a la estación, y estábamos más que
perdidos. Una vez encontramos nuestro camino, que una vez pudimos entrar con el
Japan Rail Pass, el vagón parecía una colmena de personas. No hacía falta ni
agarrarse, tampoco podíamos hacerlo, pero como estábamos en una lata de
sardinas tampoco corríamos peligro de caernos. Fue agobiante, tanto que nos
entró una risa contagiosa de los propios nervios de sentirnos apretados, de no
saber dónde estábamos y de vivir esa experiencia.
En
el hotel intentamos adecentar un poco la maleta, al día siguiente abandonábamos
la capital de Japón, para ir al Japón más tradicional. Dejábamos Tokio para
conocer Kioto. El sábado 14 de octubre nos levantamos en Tokio, desayunamos,
pedimos un taxi en el hotel. Llovía una vez más y aunque la estación no
estuviera muy lejos preferimos ir en taxi, para evitar mojarnos, además de ir
cargados cada uno con su maleta y su mochila. Cuando preguntamos en la
recepción del hotel si nos pedían un taxi nos dijeron que no, nos quedamos muy
descuadrados, y enseguida nos acompañaron, a falta de poder dialogar, su forma
de decirnos las cosas era acompañándonos a los sitios. Nos acompañaron a la
calle y allí nos pararon un taxi. La primera vez que cogíamos un taxi en Tokio.
El taxista no era muy hablador, creo que suficiente era que nos hubiera
entendido que queríamos ir a la estación de tren. El coche sería moderno, pero
la decoración de los asientos era digna de los años sesenta en España, todos
los asientos tenían una funda de punto, tipo tapete de abuela, la cual cosa nos
hizo mucha gracia. Cuando llegamos a nuestro destino la Estación de Tokio, el
conductor paró y por arte de magia nuestras puertas se abrieron solas. Nos
ayudó a bajar las maletas y se despidió. En la estación vimos una oficina del
Japan Rail Pass y quisimos reservar los asientos para Kioto, ya que era una
destino de dos horas y algo. No nos entendimos con las máquinas. Hicimos cola,
para que nos reservasen los asientos, pero nos dijeron que no había
disponibilidad de asientos, para ese día. Nosotros sí o sí teníamos que salir
ese día hacia Kioto, ya que teníamos el hotel reservado. Nos aventuramos a ir
sin asientos reservados, así que nos tocó ir del vagón 1 al 5. Los trenes, como
si se tratase del metro, pasaban con mucha asiduidad y podíamos subirnos en el
que quisiéramos, mientras fuera a Kioto. No tuvimos ningún problema en ir sin
asientos reservados, porque en esos vagones que era para gente como
nosotros, sin reserva de asientos, podías sentarte donde quisieras y había
asientos de sobra. Colocamos las maletas donde pudimos y nos dedicamos a
disfrutar del viaje en un Shinkasen (tren bala). Ahora tocaba descansar
y pensar qué nos depararía Kioto.
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