3 días en Kioto
Kioto nos recibió tal y como nos había despedido Tokio, con
lluvia. Así que, aunque el hotel estuviera más o menos cerca de la estación, no
era plan de mojarnos y menos ir cargados con las maletas y mochilas. Cogimos un
taxi, dimos la dirección del Hotel, pero no había manera de que nos entendiera.
El conductor no sabía inglés. Le enseñamos el papel de la reserva, en el que
estaba escrito el nombre del alojamiento. Se quedó igual, no es que no supiera
leer, pero no entendía los caracteres occidentales, como ya nos había avisado
que podía ocurrir, fuimos previsores y llevábamos una copia de la reserva en
japonés. Se lo enseñamos y su cara se iluminó con una sonrisa, asintiendo, como
diciendo que eso era ya otra cosa. En pocos minutos llegamos al hotel
River East Nanajo.
Nada más llegar nos dio muy buena impresión, porque, a pesar
de que no era la hora de entrada, nos dejaron realizar el check in y nuestra
habitación ya estaba lista para nosotros. Además la recepcionista fue muy
amable y hablaba un inglés perfecto, la cual cosa nos alivió. La habitación era
mucho más que una habitación, era como un apartamento: con nevera, cocina,
baño, lavabo, comedor, armario y cama. Estábamos sorprendidísimos. Pero, había
una norma, dejar el calzado en un rellano que había antes de pisar la súper
habitación. Para ello nos habían dejado varias zapatillas a nuestra
disposición. Todo un detalle.
Después de ver la sorpresa que nos había deparado nuestro
alojamiento en Kioto, dejamos las cosas y nos fuimos en búsqueda de un sitio
para comer y visitar el Santuario Fushimi Inari.
Aparte de la buena ubicación de la guest house, sus
instalaciones y su buen trato, esa misma noche nos dimos cuenta que en la
entrada había un cartel dando la bienvenida a los huéspedes que entraban ese
día. Y ahí estaba el nombre de Carlos en la entrada, dándole la bienvenida.
Ya no llovía, por tanto fue un descanso meteorológico y una
calma a la hora de hacer turismo sin necesidad de ir con chubasquero, ni
paraguas, aunque lo llevábamos por si acaso. El restaurante lo encontramos de
camino, estaba más o menos cerca del hotel, y nos gustaron los platos que
tenían en el escaparate. En muchos casos, los restaurantes dejan el menú del
día en el escaparate, al contrario que aquí que nos encontramos con la típica
pizarra con los platos del día, allí son platos de cerámica recreados a la perfección
de como son, y así aunque no sepas qué es con el nombre, sabes qué contiene y
te puedes hacer una idea de lo que contiene el plato. Al entrar vimos que en
las mesas había ceniceros, una vez más se podía fumar en el restaurante. El
menú era indescifrable para nosotros y la dueña, muy amable, pero sin saber
inglés no
nos podía ayudar. Así que tuvimos que salir afuera, para saber qué
queríamos pedir. Decidimos, Carlos su ansiado ramen y yo un arroz con curry. El
menú estaba muy bien de precio y muy rico.
Con la barriga llena fuimos a conocer el Santuario
Fushimi Inari estaba muy cerca. Todo estaba cerca del alojamiento, porque
el restaurante estaba en línea recta a dos calles, y a tres calles más todo
recto, encontramos un gran torii que nos daba la bienvenida al reciento. Había
varios templos, y a medida que íbamos subiendo escaleras veíamos más y más
gente que como nosotros quería conocer el escenario donde se rodó Memorias de una Geisha. Este santuario es
muy famoso por la cantidad de toriis rojos que van haciendo un camino.
Todo el
camino está flanqueado por miles de toriis rojos que te acompañan durante toda
la ruta, además de escaleras. Se podría decir que no es muy accesible por la
cantidad de escalones que hay que ir subiendo sin barandilla, pero gracias a la
mochila de Carlos y a los toriis no tuve mayor problema. Son más de 4 km que
van rodeando y subiendo el monte Inari, así que es muy cansado. Reconocemos que
no subimos toda la colina entera, porque cuando parecía que llegábamos a la
meta, había más y
turistas que nos pedían que hiciéramos de fotógrafos, sentándonos en bancos para disfrutar del ambiente, tocando los toriis, sus inscripciones y rodeándolos. Pensando en la cantidad de años, incluso siglos que llevaban allí. Fue cansado, pero muy placentero visitar un santuario de estas características, y además gratis. A la hora de descender, fuimos viendo santuarios, en el que había papeles en murales, en los que la gente dejaba sus deseos. En otros ya eran más elaborados y los mensajes estaban colgados con maderas. Había estatuas de zorros, ya que se representaba de esta manera al mensajero del Dios Inari. Además de ver algún que otro buda. A pesar de ser un lugar muy concurrido, y en algunos tramos encontrar masificaciones, en otros rincones éramos los únicos del lugar. Nos encantó por la calma, por lo mágico del lugar y por estar en uno de los santuarios más antiguos y populares de Kioto. Era maravilloso descender y sentir la calma en un monte, un lugar bucólico y simbólico, a la vez que notábamos el sol rojizo del atardecer.
Este santuario es un imperdible si viajas a Kioto, por su
belleza, por lo que te hace sentir, por su magia, por su historia, porque es
gratis y está abierto las 24 horas del día.
Por la noche, como no encontrábamos nada cerca del hotel
para cenar, aunque
seguramente sí que habría. Fuimos a Pontocho, para ir
allí fuimos al metro. El metro de Kioto, poco tiene que ver con el de
Tokio, nada lleno de gente y mucho menos intuitivo, porque las líneas no se
conectan tan fácilmente, además costaba un poco orientarse, además de las pocas
líneas que hay. Al final con un mapa del metro y con paciencia nos aclaramos y
llegamos a lo que sería el centro de Kioto, Pontocho, o uno de los
barrios de Geishas junto el de Gion. No vimos ninguna Geisha, estarían
escondidas o no supimos verlas. Pero, sí que nos sirvió para ver tiendas,
comprar algún souvernir, ver muchos turistas, ver restaurantes y muchas luces.
Nos sirvió para cenar, a pesar de que parecía más un restaurante chino que
japonés, pero nos sirvió para saciar nuestro hambre. Costó bastante pedir un
tenedor, pero al final a Carlos se le ocurrió enseñarle una imagen con el
móvil, y me trajo uno. Pedimos un poco de todo, fideos y cosas para picar. Una
vez más se podía fumar, pero por muy fumadores que seamos no lo entendemos. Al
lado había unos japoneses trajeados que comían y fumaban a la vez, esa
combinación se nos hacía rara, pero ellos sabrían.
Después de pasear un poquito más por el barrio sin conseguir
el objetivo de ver a ninguna Geisha, ni a ninguna Maiko
volvimos a la estación de metro, para ir a nuestro alojamiento a descansar.
Para ser el primer día y no haber llegado a primera hora del día, no había
estado nada mal. Fushimi Inari nos había más que eclipsado.
Día 2 en Kioto: Kiyomizu Dera y Pabellón Dorado
La lluvia volvió a despertarnos el día que más actividad
teníamos programada, sin embargo, a pesar del frío, la humedad y la lluvia, no
nos detuvo y con paraguas y chubasquero nos lanzamos a la aventura. Teníamos
que visitar el Templo Kiyomizu Dera. En el alojamiento no entraba el
desayuno, así que lo primero que hicimos fue desayunar en una tienda de
conveniencia, una de esas tiendas que están abiertas durante casi todo el día y
tienen un poquito de todo. Tenían máquina de café y pastas para comprar. Así
que, compramos algo para estar con el estómago lleno y el café. Desde allí nos
fuimos caminando al templo, a pesar de la lluvia, abrimos nuestro paraguas y
nos pusimos en marcha.
Antes de llegar pasamos por unas tiendecitas callejeras, que
eran el preámbulo a lo gran puerta del templo. Nos hubiéramos parado a ver qué
había en cada tienda, pero con la lluvia y los paraguas, no era tan agradable,
así que Carlos me iba contando lo que con un vistazo rápido veía al pasar, sin
detenernos.
Al llegar ya vimos que era muy diferente al Santuario
Fushimi Inari que habíamos visitado el día anterior, en este caso teníamos que
pagar para entrar al recinto. La entrada cuesta 300 yenes, que no es que sea
mucho, pero ya hay que pagar. Había mucha gente, eso no es novedoso en una de
las atracciones más turísticas de Kioto, ya que es Patrimonio de la Humanidad
por la UNESCO desde 1994. Sin embargo, cuando llegamos al salón principal,
totalmente cubierto de madera, nos dimos cuenta que estaba de obras y eso nos
chafó un poquito la estampa. Dentro, al menos nos podíamos refugiar del
aguacero, ver gente rezando, sentir el olor a incienso y madera y notar la paz
de aquellos que ofrecían sus oraciones. Después de pasar por el salón, salimos
afuera donde la lluvia seguía acechando y, según decía Carlos las vistas del
monte eran impresionantes. Kiyomizu significa literalmente: agua pura, agua
limpia, de ahí que las cascadas que hay en el recinto lleven el nombre de
Kiyomizu.
No obstante, sí que escuché alguna, sí que pasamos por ahí, Carlos vio
alguna, pero con el agua que ya nos caía por encima, no era tan agradable el
paseo. Dimos una vuelta más, ya que habíamos entrado dentro y merecía la pena,
pero si el día, como era nuestro caso, no acompaña no es tan agradable el
paseo. Por mucho que lleves paraguas y chubasquero, los pies y los pantalones
se te van empapando y hace que la visita no sea tan mágica como lo debe ser en
un día soleado. Así que, después de ver un poquito más los alrededores,
decidimos abortar e irnos. Estábamos tan helados que queríamos un café
calentito. Encontramos una cafetería que tenía muy buena pinta, y sí, realmente
el café lo hacían de primera. Eso sí, el precio también lo fue, pero es
que nos dimos cuenta que estábamos en una de esas cafeterías con historia, ya
que nos dieron un librito en inglés, en el que explicaba cuándo se había
inaugurado. De hecho cuando Carlos fue a pagar le enseñaron la máquina
registradora, que estaba ahí y funcionaba, desde que la habían
inaugurado, de aquellas antiguas, de principios del Siglo XX.
Más tarde, algo más templados con el café, nos armamos de
valor y pensamos que la lluvia no nos iba a arruinar nuestros planes. Fuimos en
búsqueda de un autobús que nos llevase hasta el Pabellón Dorado o Kinkakuji.
El autobús que mejor nos iba era el 205, aunque sabíamos que teníamos un buen
rato, casi 45 minutos. Al menos en el autobús no nos mojábamos. Intentamos
mirar a ver si había posibilidad de ir en metro, pero nos dimos cuenta que era
mucho mejor el autobús. En Kioto, a pesar de que sí que hay metro, no es tan
utilizado como el bus. Al llegar, antes de ir al Pabellón, buscamos algo para
comer. Un restaurante, cafetería, algo pequeño, nos sirvió para pedir un ramen
y calentarnos. De ahí fuimos al Pabellón que también había que pagar 400 yenes.
Pagamos y entramos, solamente entrar ya había mucha gente haciendo fotos,
incluidos nosotros, ya que de lejos se veía el Pabellón dorado. Seguimos
caminando hasta estar más cerca, a mí me hubiera gustado tocarlo, pero no se
podía tocar, ni siquiera entrar, pero si pasear por los alrededores. A mí me
pareció ver algo, pero estaba algo lejos, ya que el edificio de tres plantas
está separado del camino por un estanque. Debe ser una estampa muy bonita, con
el
agua que se refleja en el edificio.
Sin embargo, el día no acompañaba, y sin
Sol ese edificio pierde mucho, porque está recubierto de pan de oro, y con un
día iluminado debe brillar mucho, pero no era el caso. Cuando no es un día
despejado, la estampa no es la misma, porque pierde mucho. El brillo del
edificio quedó empañado por la lluvia. Nos quedamos un buen rato haciéndonos
fotos delante del Pabellón, aunque como digo, me hubiera gustado tocarlo, pensé
que se podría visitar por dentro, pero no fue el caso. Visitamos los
alrededores, paseando por el camino de gravilla que había, pasando por pequeños
puentes de madera y haciendo como que la lluvia no nos afectaba, pero nos iba
calando. Así que, se puede decir que fue una visita breve. De ahí volvimos al
autobús, porque teníamos un buen trecho hasta el hotel.
Ese día estábamos tan cansados y aplacados por la
meteorología que cenamos en el alojamiento. De camino a casa compramos unas
sopas instantáneas, y algo más y nos lo comimos en la mesa que teníamos en la
habitación. Teníamos que aprovechar que el alojamiento contaba con microondas y
con una buena mesa con sillas para comer.
Día 3 en Kioto: Arashiyama
No podíamos creerlo, nos despertamos y seguía lloviendo a
cántaros. Incluso por la noche me había despertado en algún momento el sonido
del agua, no paraba de llover, parecía que no iba a parar nunca. Ese día
teníamos programado ir a Arashiyama. Tuvimos que ir en autobús, un gran
recorrido, dentro vimos que había más turistas como nosotros, así que nos
imaginamos que era el correcto.
La primera parada fue ir a visitar el Parque de monos,
Itawayama. Desde la parada del autobús tuvimos que caminar un
poquito, pero nada que seguir a los turistas y fiarnos de Google Maps no
pudiera solucionar. Al llegar a la entrada tuvimos que pagar para entrar.
Pagamos a gusto, ya que a Carlos le hacía mucha ilusión ver a los monos en
libertad, así que 400 yenes no era nada comparado con su ilusión. Entramos con
paraguas y chubasquero, ya que la lluvia no cesaba, a pesar de que los inmensos
árboles del parque aplacaban un poco el goteo. Sin embargo, nos dimos cuenta de
que no era un camino fácil, ya que estaba repleto de escaleras, con barandilla,
pero al fin y al cabo no eran 20 escalones, eran mucho más y el cansancio de
los días anteriores se iba notando. Era muy bonito pasear por el bosque, pero
con la climatología en nuestra contra, mis dificultades para subir las
escaleras y las agujetas de los días anteriores, se hacía un poco pesado.
Intentamos disfrutar del camino, pero parecía que todo se pusiera en nuestra
contra. Finalmente después de más de 20 minutos, o al menos a mí me pareció
eterno el recorrido, llegamos a la colina, donde había una casa de madera.
Nuestras caras cambiaron al ver lo que
yo pensaba que eran perros, ya que
andaban a cuatro patas, monos en libertad, paseando al lado nuestro. Había
bastantes normas: No darles de comer, no tocarles, no hacer fotografías- aunque
todo el mundo, incluidos nosotros, les hacían-. Dentro de la caseta de madera,
era como si nosotros estuviéramos dentro de una jaula y viéramos a los monos
que estaban fuera, ahí por 1 yen, menos de un euro, podías comprar algo de
comida, para darles. Solamente podías darles de comer dentro de la caseta,
imagino que lo hacen, para controlar qué comen, y para que no se peleen entre
ellos si se lo das fuera. Fue muy gracioso darles de comer, porque con sus
garras y con todo el cuidado del mundo, te cogían solamente el cacahuete que le
ofrecías. Afuera todo un panorama ver a los monos en libertad, paseando como si
tal cosa, sin miedo, a los monos. De hecho, incluso al llegar a la cima,
parecía que la lluvia había disminuido. Estuvimos un rato en ese entorno,
sintiéndonos un mono más, incluso nos hicimos alguna foto en un cartel de esos
que están dibujados y dejan un hueco, para que pongas tu cabeza, ahí le hice
una foto a mi mono favorito, Carlos.
Después de hacer miles de fotos, del paisaje, de los monos,
de nosotros y de todo lo que vimos, empezamos a descender. A mí me cuesta mucho
más bajar que subir, ya sé que puede parecer contradictorio, ya que subir
siempre cansa mucho más, pero si no ves, tienes que ir con mucho más cuidadito
a la hora de bajar, y si el suelo está resbaladizo, ya ni te cuento.
Afortunadamente llegamos a la entrada, para salir del parque
de monos. Como siempre digo, cuanto más cuesta algo, mayor es el saboreo de la
victoria, y esa excursión que tanto me había costado subir y descender, había
merecido mucho la pena, porque no solamente disfrutó Carlos, sino que los dos
disfrutamos como monos viéndoles. De ahí nos fuimos a comer, casi que fuimos al
primer lugar que encontramos, porque se puso, una vez más, a llover con gran
fuerza. El restaurante elegido, a pesar de ser la primera elección, fue más que
acertado. Un menú en el que incluían un poquito de todo, sopa, pollo, té, agua,
arroz. La sopa, yakisoba, nos entró de maravilla. Todo lo
demás también, pero imaginaros después de un día pasado por agua lo que más no
apetecía era algo calentito. Al lado nuestro había una pareja de españoles, y
ya se sabe, el idioma nos unió. Nos contaron que estaban haciendo una ruta por
Japón, ya que estaban de Luna de Miel. Nos hizo gracia encontrarnos a otros
españoles en un lugar tan recóndito.
Después de comer y armarnos de valor, me volví a vestir con
mi chubasquero, ya que seguía lloviendo. Mi chubasquero, si está plegado no
ocupa, ni pesa nada, ya que es ideal para viajar. Sin embargo, estéticamente no
es que quede muy bien, como veréis en las fotografías, parezco un preservativo
andante, ya que es de plástico transparente, con su gorro y muy ancho, al
estilo poncho, pero con mangas. De todas maneras, apliqué el dicho de: “Ande yo
caliente, ríase la gente” porque aunque no me quedase muy bien, no me iba
mojando del todo, y al ser tan ancho, como una capa, me servía para proteger un
poco la mochila. El paraguas, por muy grande que fuera, nunca cubre del todo,
así que fue una buena idea llevar el chubasquero.
De ahí, protegidos, para lo que ya era una tormenta, nos
fuimos al Bosque de
Bambú. Estaba cerca del restaurante, así que en
pocos minutos ya estábamos rodeados de bambú, cañas muy altas, que pude tocar y
que flanqueaban nuestro camino. El bosque por la altura de árboles, y, sobre
todo, del bambú, era algo sombrío, pero en algunos tramos eran aliados nuestros
y nos resguardaban del aguacero. Lo visitamos algo rápido, ya que si el
tiempo nos hubiera acompañado, quizás nos podríamos haber recreado un poco más
en el recorrido.
Google Maps nos indició que podíamos volver
a nuestro alojamiento yendo en tren, así que hicimos caso a la aplicación de
Google. Además con el Japan Rail Pass no teníamos que pagar el trayecto. Nos
dimos cuenta que en el tren había algunos niños, todos con sus uniformes y
otros japoneses ya medio dormidos. En poco rato ya estábamos en la estación de
Kioto. Pasamos un puente y vimos como si fuera un faro la torre de Kioto
iluminada. Fuimos al hotel, para hacer una pausa en el camino y cambiarnos de
ropa, ya que los pantalones estaban empapados. Después salimos para ir al
centro y ver tiendas, necesitaba fuera como fuese un abrigo que me protegiese
un poquito más de la climatología del lugar. En el centro comercial escuchamos
a más españoles, ya que se nos nota cuando estamos. Creo que todos estábamos en
esa tienda de topa con el mismo objetivo, buscar un anorak que nos
salvaguardase del mal tiempo. Encontré un abrigo que no era una ganga, pero que
me encantó y que serviría como recuerdo, para el viaje y para todo el año. No
dejaría de llevar el chubasquero, o un poquito más sí, pero también iría más
abrigada, ya que quise ser tan optimista con el tiempo que no me llevé ninguno
al viaje, y ya estábamos casi en noviembre.
Con mi abrigo nuevo que estrené al momento. Fuimos a cenar,
ya que para mi alegría volvimos a encontrar un Coco en Kioto.
Así que rematamos la última
noche en Kioto con curry y encima cerquita de nuestra Guest House. Nos daba
mucha pena dejar Kioto, porque nos había encantado, aunque la climatología se
hubiera confabulado en arruinarnos los días. Sin embargo, a pesar de la mala
suerte con el tiempo, nos quedamos con un buen sabor de Kioto. La gente resultó
ser mucho más amable que en Tokio, y con esto no quiero decir que en Tokio no
lo fuesen, pero hay que pensar que Kioto es más pequeño, es más tradicional y
puede hasta resultar como un pequeño pueblo, aunque no lo sea. Las casas, los
templos, los santuarios te transportaban a un Japón más antiguo, en el que la
tradición está muy presente. Nos faltaron muchos rincones que visitar como el
Pabellón de Plata o Ginkakuji, entre otros muchos lugares, pero siempre hay que
dejar algo para volver. No lo hicimos con la intención de volver, pero, como
digo el tiempo no acompañaba, y, a pesar de que en tres días se pueden visitar
muchos más sitios de los que visitamos, tampoco nos gusta ir con prisas, sino
saboreando cada rincón.
Al día siguiente teníamos que abandonar el River East Nanajo, antes de salir, nos
despedimos de la simpática recepcionista. Ella se disculpó, como si fuera culpa
suya, del mal tiempo, incluso dijo que no era habitual en esa época del año,
pero que se estaba acercando un tifón. Me quedé alucinada con la palabra tifón,
quise no haberlo entendido bien. Salimos con nuestras maletas, mochilas y
paraguas a esperar un taxi. Ahora tocaba ir a la estación de tren, utilizar el JRP y aparecer en Osaka. La aventura
continuaba.
De momento os dejamos con el vídeo recopilación de Kioto que hemos preparado. Esperamos que os guste.
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