Excursión desde Hiroshima
Nos levantamos temprano, no tanto como hubiéramos debido,
pero lo suficiente, como para buscar un lugar para desayunar y cargarnos de
energía. En el Ryo kan, donde
estábamos alojados, también ofrecía desayunos, sin embargo: no nos entraba con la
estancia, era un poco caro, y el horario era bastante limitado y para gente más
madrugadora. Así que por cuestiones del azar, acabamos en un local, pequeño,
pero acogedor, de esos que te hacen sentir como en casa. El japonés que nos
atendió, el único que estaba en el local, nos atendió de muy buenas maneras,
intentando hablar inglés, bastante entendible y con el que se podía mantener
una conversación. Optamos por un desayuno sano: un bol de leche con cereales,
fruta que nos preparó con mimo y un café. Parece algo ligero, pero teniendo en
cuenta que debíamos coger un ferry no queríamos ir con la barriga pesada. El
japonés que nos atendió, como si unos familiares suyos fuéramos, nos preguntó
que de dónde éramos, y nos contó que le gustaba mucho la música de Paco de Lucía.
Me encanta saber las puertas culturales que abre la música que llega a todas
partes. Nos despedimos y emprendimos la aventura del día.
Primero fuimos a por un tranvía,
ya que en Hiroshima
no hay metro. El tranvía es el transporte público que más se utiliza, porque
hay muchas líneas, y casi que estar esperando uno ante las vías en la calle es
como estar ante un museo ferroviario al aire libre, porque cada uno de los
tranvías que aparecen son diferentes y bastante antiguos. Carlos previamente
había mirado qué número nos convenía, pero no sabíamos que el recorrido sería
tan largo. No pasaba nada, porque al menos íbamos sentados, y los 45 minutos que
debimos estar dentro, tampoco se nos hizo tan eternos,, ya que estábamos todo
el rato pendientes de cuándo debíamos bajarnos. Aunque con lo que no contábamos
era que nos teníamos que bajar en la última parada. Al bajar había unos
revisores que nos cobraron el trayecto, ya que no se pagaba al entrar, algo
extraño, porque supongo que cada uno de los pasajeros debió subir en una parada
diferente. Sin embargo, debía ser un precio único por trayecto. Nos indicaron
hacia donde teníamos que dirigirnos, teníamos que pasar por unas barreras y ahí
no tuvimos que pagar, porque una vez más enseñando nuestro preciado Japan Raíl Pass y nos
dejaron pasar de forma gratuita.
Pasado ese control debíamos esperar a que llegase el ansiado
ferry. No éramos
los únicos, y la mayoría éramos extranjeros, aunque nos ganaban de goleada los asiáticos de otras partes. Cuando subimos al ferry, enseguida subimos al piso de arriba, a pesar de que haría más frío, tendríamos mejores vistas y al menos no llovía. Y ahora, redoble de tambores, redoble de tambores
los únicos, y la mayoría éramos extranjeros, aunque nos ganaban de goleada los asiáticos de otras partes. Cuando subimos al ferry, enseguida subimos al piso de arriba, a pesar de que haría más frío, tendríamos mejores vistas y al menos no llovía. Y ahora, redoble de tambores, redoble de tambores
¿A qué destino nos dirigíamos?
Desde el ferry Carlos
empezó a divisar el icono de la isla que visitaríamos, el torii flotante. Una
puerta espiritual, grande y roja, que estaba dentro del mar. La marea estaba
alta y parecía que estuviera flotante dentro del mar, le daba un encanto
espléndido. Vale, lo reconozco, no la veía, ni siquiera veía una sombra, estaba
en el barco, pero era emocionante, ver a Carlos sacando fotos, a un montón de
gente haciendo lo mismo, y yo preguntando impaciente que si se veía cuando era
obvio que ante tanto sonido de flashes sí que se podía ver algo. Teníamos ganas
de pisar tierra firme para llegar a nuestro destino.
Nuestro destino no era otro que Miyajima, una isla pequeñita
situada a 50 km de Hiroshima. Una isla mágica, no ya por su símbolo más
emblemático como es el torii flotante,
sino porque habíamos escuchado maravillas de esa isla. Y así, fue nada más
bajar y pisar suelo firme, entramos en una mini estación, ésta contaba con
oficina de información turística y fuimos. Tuvimos que hacer algo de cola, pero
valió la pena, porque con una amabilidad digna de una japonesa, con sonrisa
incluida, poco inglés y mucha simpatía, nos dio varios mapas. Nos dijo las
rutas que podíamos hacer, y sobre todo lo que más nos sorprendió, con un
español de no sé dónde, nos dijo que “Be careful ciervos”. No paraba de repetir
“ciervos” el nombre de ese animal con cuernos lo repetía en nuestro idioma, se
reía y en inglés nos decía que vigilásemos con ellos, sobre todo porque se
podían comer el mapa, nuestra comida y todo lo que tuviéramos. A nosotros nos
entró la risa,, porque aunque sabíamos que habían ciervos que andaban en
libertad por aquella isla, no pensábamos que íbamos a tener la suerte de
encontrarnos con alguno y menos que alguien que no tiene ni un mapa ni ninguna
guía en español, supiera decir ciervos en nuestro idioma.
Pasadas las puertas de la oficina, pudimos respirar el aire
puro de la isla, mucho jaleo, gente por todas partes, y esos famosos ciervos
andando a sus anchas y rodeando a todos los turistas que llegaban a su hogar
sagrado. Paseaban a sus anchas, como si de perros sueltos se tratasen, te
seguían, comían del suelo, no les daba miedo la gente, porque ya están muy
acostumbrados a que miles de viajeros se acerquen a visitarles. Están casi como
domesticados, pero, de todas maneras, a Carlos no le terminaba mucho que me
acercase como si tal cosa, porque me decía que son salvajes y nunca sabemos
cómo van a reaccionar. Así que me resigné y le hice caso, ya que me contagió su
temor. Paseamos por el pueblecito, viendo siempre ese torii gigante, teniendo a
la derecha el mar, pero aún caminando sobre cemento y gravilla.
Había tiendas de recuerdos por todas partes, que no dudamos
en visitarlos, por el simple gusto de ver qué tenían. Dejamos pasar a varios
grupos de adolescentes, ya que nos agobiaba ir al lado de ellos, porque armaban
mucho barullo. En seguida nos alejamos de lo más céntrico, para adentrarnos por
algunas de las rutas que nos había aconsejado en la oficina de turismo. Nos
íbamos encontrando a gente que también tomaba el mismo camino. Subimos unas
cuantas escaleras hasta que llegamos a un Santuario sintoísta llamado
Santuario: Itsukushima. Realmente la isla recibe el mismo nombre que el
santuario, pero es conocida con el sobrenombre de Miyajima, ya que literalmente
significa: isla del santuario. Y, es que, de esta isla, aparte de su calma y
tranquilidad, a pesar de los turistas que la visitamos, sobre todo destaca por
su torii flotante, ese que es la puerta espiritual del santuario mejor
conservado. Éste está dividido en varias estancias que se pueden encontrar por
toda la isla.
Nosotros acabamos en uno, huyendo de las masificaciones, en
el que se respiraba calma, se oía música oriental y olía a incienso. Solamente
constaba de un piso, en el que, como en todos los santuarios, nos tuvimos que
descalzar dejando las deportivas a la intemperie. A mí este tipo de cosas, y
más viniendo de España, no me gustaba mucho, porque me daba la sensación que
íbamos a salir y no iba a estar nuestro calzado, porque realmente si esto
ocurriera en según qué sitios de mi ciudad, estoy convencida que me tocaría
volver andando en calcetines. Sé que puede parecer desconfianza, puede sonar a
chiste, pero no estamos acostumbrados y es una cuestión cultural. Dejando de
lado este tipo de anécdotas, el templo era muy bonito, Carlos me lo iba
describiendo todo, y a mí me entraban ganas de tocar todo lo que me decía,
aunque a veces se trataba de cosas que estaban en vitrinas u imágenes, pero al
escuchar que, por ejemplo, había un elefante, me imaginaba una escultura, y con
cuidado hubiera ido a tocarlo, hasta que Carlos me decía que no se podía, que
era un dibujo. Al igual que en otras ocasiones, había gente rezando en el
suelo, y nos daba la sensación de estar invadiendo su intimidad, mientras
nosotros rodeábamos la estancia, curioseábamos y hacíamos fotografías. Éramos
unos intrusos que alucinábamos con todo. Salimos, nos calzamos y nos
quedamos en un banco de al lado, escuchando el sonido de unos tambores y
sintiendo la tranquilidad que se respiraba en el ambiente. Seguro que había
miles de estancias más que visitar, pero para ello necesitábamos coger aire y
sentir que estábamos ahí, que no teníamos todo el tiempo del mundo, pero que
era el ahora de ese día y queríamos disfrutar del momento con los rayitos de
Sol que tanto habíamos anhelado durante días.
Proseguimos por la montaña, bajando escalones, parándonos
ante cualquier campana, escultura o algún ciervo que se nos cruzase. Sin rumbo
fijo, simplemente dejándonos llevar por la naturaleza. Y, hablando de
naturaleza, nuestro estómago empezaba a rugir, así que tocaba bajar al centro
de la isla, donde se aglutinan los restaurantes. Al ir bajando empezamos a
notar el bullicio de la gente, como si hasta entonces hubiéramos estado en
plena naturaleza escondidos de la vorágine del mundo real. Íbamos mirando los
menús que había, la mayoría orientados a turistas como nosotros, casi todos por
la hora que era estaban con bastante comensales. Finalmente nos decantamos por
uno, que tenía gente, buena señal, pero que no teníamos que esperar demasiado.
Nos trajeron el menú, que también contaba con una traducción en inglés. Hay que
destacar que lo más típico de la isla son las ostras, pero realmente he de
reconocer que no me gustan demasiado. Recuerdo que Carlos sí que se pidió un
plato que llevaba ostras cocinadas y no estaba mal, una cosa es comerlas crudas
y otras preparadas con condimento, la cosa cambia mucho. Yo pedí un arroz con
curry, porque me encanta cómo lo cocinan, y como me había gustado tanto las veces que lo había comido, quería seguir aprovechando la oportunidad de comer el arroz que allí preparan. Carlos esos fideos con ostras que fue muy original, y que, por supuesto, como casi siempre hacemos, compartimos. Después de reponer energía y saciarnos de agua fresquita, la ruta debía continuar.
curry, porque me encanta cómo lo cocinan, y como me había gustado tanto las veces que lo había comido, quería seguir aprovechando la oportunidad de comer el arroz que allí preparan. Carlos esos fideos con ostras que fue muy original, y que, por supuesto, como casi siempre hacemos, compartimos. Después de reponer energía y saciarnos de agua fresquita, la ruta debía continuar.
Nada más salir, Carlos me dijo que el torii seguía con el
agua hasta arriba, así que optamos por adentrarnos en el monte y subir a un
teleférico, para subir a la cima de la montaña y comprobar las vistas. Esta era
una de las rutas que nos habían aconsejado realizar desde la oficina de turismo
cuando nos dieron el mapa. La cumbre más alta de la isla consta de 530 metros,
es el monte Misen. Es
considerado un monte sagrado. Así que fuimos en búsqueda del teleférico,
había que pagar 1000 yenes (casi 10 euros) y si era ida y vuelta 1800 yenes. Nosotros optamos por comprar solamente ida, a Carlos le parecía buena ida después bajar haciendo senderismo de forma tranquila. Tuvimos que hacer algo de cola, tanto para comprar los tickets, que teníamos que pagar, ya que no entraban con el Jipan Raíl Pass, como para subir. Nos tocó subirnos con dos japoneses que serían casi fotógrafos profesionales, porque llevaban unos objetivos que casi nos sacan un ojo, aprovechamos que parecían entender del tema, para que nos hicieran alguna que otra fotografía. Con ellos llegamos a la primera parada del teleférico, estación de Kayadani, allí cambiamos a otro, en el que íbamos con bastante más gente y de pie, y hicimos el tramo final y más corto hasta la estación de Shishiiwa, de ahí fuimos caminando hasta alcanzar la cima sagrada. Según Carlos había unas vistas increíbles de la Bahía de Miyajima, no solamente del torii, sino de toda la isla, del mar interior de Seto y de los alrededores. Nos sentamos, después de comer siempre entra algo de sueño, además del cansancio acumulado de los días, además a veces apetece sentarse en algún rincón para oír el viento desde lo más alto. Sin embargo, no éramos los únicos que habían tenido esa idea, y esa idea de tranquilidad se esfumó a medida que la gente iba subiendo y se quedaba sentada intercambiando conversaciones, que enturbiaban la calma conseguida tras llegar a lo más alto. Bueno, sin ser una anti social, descansamos, disfrutamos de las vistas, del momento y de estar ahí. Ahora tocaba bajar, y es cuando le decía a Carlos que por qué no habíamos cógido ida y vuelta en teleférico, pero Carlos me decía que valdría la pena, que no teníamos prisa.
había que pagar 1000 yenes (casi 10 euros) y si era ida y vuelta 1800 yenes. Nosotros optamos por comprar solamente ida, a Carlos le parecía buena ida después bajar haciendo senderismo de forma tranquila. Tuvimos que hacer algo de cola, tanto para comprar los tickets, que teníamos que pagar, ya que no entraban con el Jipan Raíl Pass, como para subir. Nos tocó subirnos con dos japoneses que serían casi fotógrafos profesionales, porque llevaban unos objetivos que casi nos sacan un ojo, aprovechamos que parecían entender del tema, para que nos hicieran alguna que otra fotografía. Con ellos llegamos a la primera parada del teleférico, estación de Kayadani, allí cambiamos a otro, en el que íbamos con bastante más gente y de pie, y hicimos el tramo final y más corto hasta la estación de Shishiiwa, de ahí fuimos caminando hasta alcanzar la cima sagrada. Según Carlos había unas vistas increíbles de la Bahía de Miyajima, no solamente del torii, sino de toda la isla, del mar interior de Seto y de los alrededores. Nos sentamos, después de comer siempre entra algo de sueño, además del cansancio acumulado de los días, además a veces apetece sentarse en algún rincón para oír el viento desde lo más alto. Sin embargo, no éramos los únicos que habían tenido esa idea, y esa idea de tranquilidad se esfumó a medida que la gente iba subiendo y se quedaba sentada intercambiando conversaciones, que enturbiaban la calma conseguida tras llegar a lo más alto. Bueno, sin ser una anti social, descansamos, disfrutamos de las vistas, del momento y de estar ahí. Ahora tocaba bajar, y es cuando le decía a Carlos que por qué no habíamos cógido ida y vuelta en teleférico, pero Carlos me decía que valdría la pena, que no teníamos prisa.
Es cierto que no teníamos porque correr, que podríamos
realizar el camino de vuelta con tranquilidad, pero nada más dar unos pasos e
intentar empezar a bajar, Carlos se dio cuenta de la dificultad que conllevaba
ir con una persona con bajo resto visual. Empezamos con unas escaleras, casi
sin barandilla, ningún problema: él se pone delante y yo me agarro a sus
hombros, en los tramos en que las escaleras eran irregulares, él me iba
ayudando como podía. Sin embargo, a mí la inseguridad de no pisar donde
debiera, de no ir con un calzado apropiado y de ver lo lenta que iba, me
desanimaba. Pronto abandonamos las escaleras, y empezamos a encontrar más dificultades,
pero no podíamos volver hacia atrás, estábamos en medio del monte, no pasaba
casi nadie y las piedras que resbalaban, las irregularidades del camino y los
saltos cada vez eran más complicados.
No quería desanimarme, pero veía que la gente pasaba por
nuestro lado como si nada, cuando a mí me costaba un montón dar un paso, porque
Carlos me tenía que indicar en qué piedra poner el pie, estar atento. Los dos
acabamos sudando y pasándolo muy mal. Y, son en esos momentos, en los que la
fiera que hay dentro de ti sale, y dice la típica frase: “Te lo dije” y sí la
pronuncié en varias ocasiones, porque le dije que deberíamos haber cogido ida y
vuelta en teleférico. Sin embargo, esos instantes de mal rato, cuando superas
las adversidades, cuando el tipo pasa, se olvidan fácilmente y te das cuenta de
que fue toda una experiencia. Lo complicado, a veces es lo que mejor sabe. Y
fue muy difícil, porque pensábamos que nunca íbamos a llegar, porque pasamos
por un riachuelo que teníamos que saltar, por tramos resbaladizos, de desnivel,
y porque Carlos, sin querer, me metía prisa, y no es que nos fueran a dar un
premio por llegar a la meta, si no que iba viendo que esos 5 km eran el doble o
el triple conmigo, que íbamos muy lentos y sobre todo que estaba oscureciendo.
No es que fuera muy tarde, pero hay que tener en cuenta que era octubre y
atardece más temprano, por tanto Carlos no quería que se fuera la luz y nos
quedásemos ahí perdidos en el monte. El cansancio, la desesperación y las ganas
por tirar la toalla en varias ocasiones se apoderaron de mí, porque lo único
que quería era que alguien viniera a rescatarnos. Sin darme cuenta que quien me
estaba rescatando de mis temores y de mis dificultades estaba a mí lado. Me
pidió mil veces perdón, porque no sabía que el camino iba a ser, y nunca mejor
dicho, tan pedregoso. Sin embargo, la alegría que sentí al llegar a suelo firme
fue infinita, así que, al llegar mi cara, mi ánimo y mi enfado desapareció.
Además de que Carlos estaba más atento de lo normal, complaciendo todos mis
detalles, para compensar el mal rato que había pasado. He de reconocer que él
también lo paso mal, y no solamente por la culpa, sino porque iba poco a poco y
tenía miedo de que me pasase algo. Finalmente, aunque tardamos mucho más que
otros transeúntes del camino, logramos vencer aquella senda tan salvaje, a
pesar de que tardamos mucho más de lo que nos habían dicho en la oficina de
turismo, pero es que, a pesar de sea una buena idea, no lo es tanto si no ves
por donde pisas.
Llegamos de nuevo al centro del pueblo, visitamos algunas
tiendas, compramos algunos recuerdos y unos cascabeles. Compramos dos iguales,
uno para cada uno, ya que habíamos perdido los que habíamos comprado en Osaka.
Fuimos saludando a todos los ciervos que seguían deambulando por ahí, incluso
me atreví a tocar a alguno, después de descender de la cima sagrada, ya no me
daba miedo nada. Además, cabe decir, que esos ciervos, aparte de estar más que
domesticados, no tienen cuernos, parece ser que para no dañar a nadie sin
querer o queriendo, se los han debido cortar para que puedan convivir con los
turistas que cada día visitan su hogar: la isla del santuario
Itsukushima. Y, para nuestra sorpresa, casi atardeciendo, pudimos acercarnos
más al torii flotante, y ya no era tal torii, si no que la marea había bajado
tanto, que incluso se podía andar a su lado, y lo mejor para mí: tocar esos
altos pilares. Nos quedamos sorprendidos, felices, andando en la arena húmeda,
por la que antes había estado bañada de agua salada, ahora la naturaleza hacía
que yo pudiera tocar ese famosos símbolo de la isla.
El torri flotante
es muy curioso y muy bonito verlo rodeado de agua, sin embargo, si la marea
baja, que suele hacerlo a partir de las tres de la tarde, es una gozada poder
pasear por la arena del mar y tocar sus grandes pilares. A mí me daba la
sensación de estar bajo una portería, con esos tres palos que significan mucho.
En cierta medida, puede dar esa sensación, porque al fin y al cabo es una
puerta, una puerta al mundo espiritual. Es muy alto, casi 17 metros de altura.
Y los dos grandes pilares, por mucho que intentara abrazarlos eran imposibles,
cuenta con un diámetro de 10 metros. La parte superior del gran torii, esa que
por su altura no llegamos a tocar, tiene una longitud de 24,4 metros. Esta gran
símbolo pesa unas 60 toneladas. Entenderéis que dado que el torii se encuentra
gran parte del tiempo bañado por agua salada, sus materiales han sufrido mucho.
Aunque, el que tuvimos la suerte de ver y tocar, es la octava vez que ha sido
reconstruido, y está ahí desde la última reconstrucción en 1875. Está hecho de
madera, una madera natural de alcanfor (que tiene más de 600 años) y se
conserva de maravilla. Cuando pasé la mano por una de las bases del torii, pude
notar que había incrustaciones del fondo marino, tales como: caracolas, fósiles
y musgo. Pero, me gustó notar la sensación de una madera húmeda con historia,
con magia, que transmite tanto. A pesar de los años transcurridos, cada día
regala al mundo una escena de la naturaleza magnífica, baja y sube la marea ye
el gran torii imperceptible a las alteraciones del mar sigue erguido para dar
la bienvenida al mundo espiritual a todo aquel que lo contemple. Dejamos
nuestras huellas en la arena mojada, tocamos con intensidad el gran torii, y,
por supuesto, nos hicimos bastantes instantáneas para inmortalizar aquel
momento. Después nos alejamos, para dejar paso a otros turistas que también
querían tener la oportunidad de posar sus manos en aquellas columnas que habían
estado enterradas por el mar unas horas antes, y que dentro de unas horas
volvería a estarlo.
Subimos unas pequeñas escaleras que nos separaba de la
arena, y vimos un farolillo con mucho encanto, todavía no estaba encendido,
pero comenzaba a oscurecer. Aún no era la hora de apagar el telón, así que
seguimos paseando, contemplando los ciervos, que ya no estaban tan activos como
cuando habíamos llegado, iban buscando un lecho para dormir, aunque a ellos
cualquier sitio les iba bien. Aún viendo que había bastantes turistas, querían
ver si podrían comer algo que les dieran, nosotros no les dimos nada, más que
nada porque no teníamos nada para darles. Seguimos visitando tiendas, y
buscamos por el centro la pala de arroz más grande del mundo: O-shakushi. Ésta
aparece en la zona más comercial de Miyajima, y en el mapa que te dan en
la oficina de turismo, en la estación del ferry, aparece como un punto para
visitar. Esta paleta de arroz tiene 7,7 metros de longitud y 2,7 metros en su
punto más ancho. Pesa 2,5 toneladas. La verdad es que es algo curioso de ver,
así que si vais, no dudéis en verla, no tenéis que entrar en ningún sitio, y de
camino al ferry la veréis mientras paseáis.
No sé exactamente qué hora era, pero debía ser la hora en la
que todo el mundo abandonaba la isla, había mucho tránsito de personas de
camino al ferry. Así que, antes de embarcar, preferimos sentarnos en un
banquito, en el que detrás teníamos un ciervo adormilado en el césped y delante el mar, con el gran torii
rojo alumbrando la isla, y el cielo haciendo juego con la gran puesta sagrada.
Era un momento relajante, en el que nos dábamos cuenta de dónde estábamos, de
lo rápido que pasan de los días y de lo poco que nos quedaba ya por Japón. Así
que después de quedarnos pensativos en aquel lugar mágico, decidimos dar un
último paseo, hacer las últimas fotos y emprender el camino a Hiroshima.
Había sido un día lleno de emociones, de aventuras, pero
sobre todo lleno de momentos que no olvidaremos fácilmente, porque aquella isla
tiene algo mágico, que por suerte: lo pudimos comprobar y vivir en primera
persona.
Una excursión de un día totalmente recomendable desde
Hiroshima. No está muy lejos, y podrás vivir un día totalmente diferente, en el
que encontraréis la calma y la magia de una isla con mucho encanto.
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