EL ÚLTIMO PORTAZO
¡Pum!
El portazo retumbó por toda la
casa, haciendo caer un cuadro, el que estaba más cerca del marco de la puerta.
Pero, no solamente hizo caer casi los cimientos del edificio, hizo caer los de
mi alma. Nunca habíamos acabado tan mal, nunca había habido portazos. Miento,
sí que los había habidos, incluso yo misma en alguna ocasión había provocado
alguno, por corrientes de aire, por ir con prisas o mil historias, pero ninguno
ocasionado por una discusión como la que tuvimos aquel viernes noche. Dar un
portazo es zanjar un tema de muy malas maneras, es huir del campo de batalla,
es comportase como un adolescente malhumorado.
Aquel viernes noche fue un antes
y un después en nuestra relación. Sé que le puse al límite y me culpo de ello,
pero yo también estaba a punto de rebosar y lo pagué con él. Hacía tiempo que
nuestra relación no funcionaba al cien por cien, y cualquier excusa era buena para encender la
chispa que nos electrocutaba. El día a día hacía de las suyas, y cuando no era
porque alguno no recogía la mesa, era porque la basura estaba sin tirar.
Incluso llegamos al extremo de pelearnos por abrir la puerta. Las caras de las
visitas, al ver que habíamos tardado tanto en abrir, eran todo un poema,
sobre todo al ver las nuestras de pocos amigos. Seguro que pensaban que no
queríamos recibirles, suerte que al cabo de unos minutos todo volvía a la
normalidad y se sentían, nos sentíamos a gusto, rellenando la estancia de risas
y anécdotas. La rutina, la
cotidianeidad, o ves tú a saber, hizo que el amor se fuera apagando y nos
convirtiésemos en dos extraños compartiendo piso. El trabajo nos ocupaba muchas
horas fuera de casa, poco tiempo para nosotros, pero, creo que eso
simplemente es una excusa, porque cuando estábamos juntos no sabíamos ni de qué
hablar, es como si el tiempo se hubiera llevado las cosas en común, las
conversaciones y la pasión. Suerte que su carácter no era como el mío y siempre
tenía una sonrisa, una broma o cualquier tentempié para amenizar el rato,
siempre hacía que las risas flotasen por allá por donde estaba, tenía una
relación muy estrecha con el sentido del humor, que hacía que le quitase hierro
a todo. Por eso mismo no era muy común que diera portazos, ya digo que no lo
había hecho nunca antes hasta esa noche.
Aquel viernes no fue una discusión
sobre tareas del hogar, sino que en un afán de egoísmo, al ver que yo estaba en
la barrera de los cuarenta y veía que no avanzaba, volví a sacar el tema de
arriesgarnos y ser padres. Sé que he dicho que nuestra relación no es que fuera
idílica, pero eran cosas tontas las que nos ahogaban, no era nada serio.
Necesitábamos un cambio. Además, no era una cuestión que quisiera plantear para
solventar nuestras dificultades de pareja, aunque en parte sí. Si quería salvar
nuestro matrimonio teníamos que salir de esa rutina, desde que nos habíamos
casado, hacía más de diez años, que mi reloj biológico estaba al acecho,
siempre he tenido ese instinto maternal, pero él parece que no quisiera ser
padre, porque ya era el niño que yo quería tener. Sí, a veces su comportamiento
era de niño, a sus 38 años seguía jugando a videojuegos, leyendo cómics y
comportándose con una inmadurez típica de un adolescente que no sabe lo que
quiere. Sin embargo, lo quería.
Esa noche estaba tan cabreada con
su comportamiento de crío consentido, que me fui a la cama. Sí, no dormí,
solamente lloraba en silencio, tragándome esas lágrimas amargas. Dando vueltas
en una cama que hasta el día anterior había compartido con él, me sentía sola,
abandonaba y tiritaba de frío. Mi orgullo, mi cabezonería, hizo que aunque me
muriera de ganas de llamarle para solucionar las cosas, no lo hiciera, pensé
que quien tendría que venir arrastrándose como un cobarde que ha escuchado algo
que no quería y ha huido era él. En alguno de esos momentos, entre pensamientos
contradictorios, recuerdos y tristeza, me debí dormir. Me desperté sobresaltada
por el timbre agudo del móvil que descansaba en mi mesita de noche.
Aunque dormida, sonreí pensando
que habría ganado la batalla, sería él que no se atrevería a venir a casa y
querría asegurarse antes de venir. Tantear el terreno, ver cómo estaba,
disculparse por su comportamiento y preguntarme si podía venir. No era él, una
voz de un hombre desconocido, me preguntó si era la esposa de José Luis
Martínez García. Me quedé helada, porque la desilusión de no escuchar su voz se
apoderó de mí, además de mil temores se llevaron mi sonrisa. Contesté que así
era. Me comunicaron que estaba en el Clínico que había tenido un accidente de
tráfico. Cerré los ojos y volvió a resonar el portazo y vi como cogía las
llaves de su adorado Seat Ibiza. ¡Mierda! ¡Mierda! Me dijeron que estaba en
cuidados intensivos. Me vestí corriendo y fui a verle, a pesar de que había
horarios para poder hacerlo. Llegué y no me quedó otra que quedarme en la sala
de espera, me encontré con rostros desconocidos, con miradas perdidas, tristes
y todos callados. No sé cuál sería mi cara, pero creo que algo similar al
resto. Pensé en si llamar a alguien, pero mis padres habían fallecido hacía
tiempo, no tenía hermanos y él no se hablaba con sus padres. De todas maneras,
salí fuera, me estaba mareando ante ese olor de hospital, ese calor que no sé
si era real o solamente estaba en mí. Salí fuera y me fui a dar una vuelta,
justamente pasé por un estanco y, a pesar de que hacía cinco años que había
dejado de fumar, no me lo pensé y me compré un paquete. El primer cigarro me
dio asco, pero nada comparado con la sensación que ya de por sí llevaba
conmigo. Después vinieron más y más cigarros que me ayudaban a calmar los
nervios. Llamé a amigos, compañeros de trabajo y por último a un primo suyo con
quien sí que tenía relación, él podría ser la clave para que la familia se
enterase. No sé cómo atiné a llamar a tanta gente, a ser coherente con mis
palabras, con la información. Quizás no lo fui. Estaba muy nerviosa, agitada,
el corazón me iba a mil. No pude ni derramar una lagrima, no sé si porque no me
lo creía, no me lo quería creer, o por haber derramado tantas la noche
anterior. Miré el reloj y me di cuenta que faltaban diez minutos para que
abriesen las puertas de la UCI. Entré corriendo, como si me fuera la vida en
ello.
¡Pum!
Nada más entrar, una enfermera
estaba preguntando por los familiares de José Luis, fui corriendo hacia donde
estaba ella y le dije que era su mujer. Me llevo a un despacho y me hizo
sentar, agradezco que lo hiciera, porque no me esperaba esa noticia. Ella
hablaba y hablaba y no sé qué me decía, la escuchaba, pero yo parecía drogada,
no entendía que me decía. Algo de firmar un papel, pero aunque mi memoria
selectiva no recuerde con exactitud las palabras, sé que lo que me estaba
diciendo no era nada bueno.
Ese fin de semana fue el peor de
mi vida. El domingo celebramos el funeral. Estaban todos, sus familiares,
allegados, compañeros, y todo aquel que había tenido trato con él, era muy
querido. Yo no recuerdo nada, porque me dieron muchos sedantes para aguantar el
tirón. Mi vecina y mejor amiga, con el paso del tiempo, me ha ido relatando
todos los detalles de aquel día, quién fue, qué dijeron, los discursos. Yo soy
incapaz de recordar. María dice que alguna gente incomprensiva comentaba que no
entendían que no llorase, que estuviera tan fría, tan ajena a la muerte de un
marido. No les culpo. Las lágrimas las derramo cada día, cuando entro en casa y
veo que estoy sola, que no volverá y, sobre todo, al cerrar la puerta y escuchar ese portazo. No siento solamente su
perdida, me siento culpable de su marcha, porque no fui buena compañera de
vida, porque no estuve a su lado, porque me debería haber ido con él. Ahora sé
que no seré madre, pero ahora no me preocupa eso. No podré serlo, porque él era el padre
perfecto, el futuro padre de mis hijos, quien, a pesar de su comportamiento
algo niño, sabría entenderlo, mimarle y hacerle reír. Ahora ya no estaba para
ser padre, ni para jugar, ni para hacerme reír, ni para nada, y todo por un
capricho incesante que le puso al límite y estalló.
Hace dos años de aquel viernes y
estoy yendo a un psicólogo, quizás para decirle todo lo que no le dije a José
Luis, quizás por mi culpabilidad, para desahogarme, y, porque quizás él pueda
quitarme ese pum que me viene a la cabeza en esos momentos menos inesperados.
Un pum que cambió mi vida y que ahora resuena en mi alma, en mi cabeza, y me
desequilibra mi vida. Quizás es él que allá donde esté sigue enfadado conmigo y
sigue dando portazos, para que los oiga y me siga acordando de él.
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