EL INTRUSO
Lo maté. Sí, lo maté, lo confieso. Lo asesiné con alevosía,
con ganas, y lo mejor, dormí muy a gusto, sin remordimientos, simplemente dormí
como no había hecho desde hacía tiempo. Después de matarle fue como si me
hubiera sacado un peso de encima. Dormí de maravilla.
El verano había llegado y hacía tanto calor por las noches,
que tenía que dejar las ventanas abiertas, para que entrase algo de aire. Era
algo insoportable, un calor pegajoso y el aire de la calle era casi
inexistente, pero mucho mejor que estar encerrado entre cuatro paredes sí que
se estaba. El calor no me dejaba dormir a gusto, lo único que conseguía
era sudar y dar vueltas y más vueltas en la cama, hasta acabar deshaciéndola.
Esa noche, más bien, esa madrugada, ya estaba medio adormilado, había ganado la
batalla al insomnio y al calor, y de repente, lo escuché. Tenía un intruso en
casa, concretamente, en mi habitación. No me asusté, para nada.
Simplemente, con mi mal despertar, se iba a enterar de quién era yo. Tengo muy
mal despertar, muy mala leche, y encima si me desvelo ya no puedo volver a
dormir. Así que, no me quedó otra que hacer guardia. Sabía que el intruso, por
mucho que se escondiese seguía ahí, así que, a riesgo de volverme paranoico
estaba haciendo guardia, alerta, esperando un falso movimiento de éste para
actuar. Sabía que continuaba en mi alcoba, porque no había podido escapar. Me
puse la almohada en la espalda y me senté en la cama, con las piernas cruzadas,
como si estuviera haciendo meditación, aunque precisamente relajado no estaba.
Me quedé esperándole, como un pasmarote, en esa posición tan extraña para la
hora que era, pero sabía que tarde o temprano caería, solamente tenía que estar
muy atento. No encendí la luz, porque con la luz que se colaba de la farola ya
estaba suficientemente iluminado, una luz tenue, pero perfecta, para hacer lo
que estaba deseando realizar, sí, matarle. En cuanto tuviera la oportunidad lo
haría, en silencio, con el único testigo de esa farola, que sé que no diría
nada y si lo hacía me daba igual, solamente estaba cegado por conseguir mi
objetivo: acabar con él.
No estaba loco, estaba cabreado, enfurecido, y todo empezó a
cuadrarme: entendí que ese intruso no era la primera vez que me visitaba,
estaba convencido que otras noches había estado ahí al acecho. Entendí el
porqué de mi cansancio por las mañanas, yo no es que durmiera mal por culpa del
calor, que también, sino que, estaba siendo acosado, atacado, irrumpiendo mi
sueño y mi intimidad. Ahora que sabía todo, sabía que él era el culpable de
todos mis males se iba a enterar, era yo quien estaba tras él. Aunque ahora se
hiciera el silencioso, el invisible,
cuando menos se lo esperase, acabaría con él. Recordé que tampoco tenía
que ser muy cruel, que no tenía que mancharme las manos de sangre. No quería
ensuciarme, ni gastar mucha energía, simplemente acabar con él. Recordé que
había una solución más directa, silenciosa como él, pero efectiva. A los cuatro
vientos grité: “ ¡Quién avisa no es traidor!” Alertando al intruso para que se
fuera, más bien como un pequeño acto de compasión, aunque sabía que por mucho
que le dijera, aunque le hubiera dicho que sería su última noche con vida, no
me hubiera creído y hubiera seguido ahí, ajeno a mis voces y persistiendo en su
afán de ser lo que era, un intruso.
Rápidamente, después de mi grito, salté de la cama y con una
risa maquiavélica, abrí el cajón, saqué mi arma letal y la conecté a la
corriente. Enseguida empecé a notar el suave y dulce olor a la muerte. Nunca
más volvería a picarme, ni ese, ni otros de su calaña. Me sentí tonto por no
haber recordado hacerlo antes de abrir la ventana, pero ahora me reía muy a
gusto y estaba listo para descansar sin interrupciones.
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