Decisiones duras, que saben a gloria
Limpió el cuchillo que aún derramaba sangre. Lo puso bajo el
grifo de agua fría, y como si el agua se fuera a llevar todo lo que había
hecho, dejó que la sangre se fuera por el desagüe poco a poco, sin que el
tiempo pasase, solamente el agua. Después lo dejó en la pica, se secó las manos
con el delantal de toalla que siempre le acompañaba, y sin un abismo de
remordimiento miró el reloj y se sentó en la silla de la cocina. Se sentó
enfrente del reloj como si esperase, o más bien como si el tiempo fuera lo
único que le fuera a salvar, como si no se diera cuenta de la hora que era,
aunque la tuviera delante. Como si tal cosa, se levantó, miró la olla exprés y
vió que seguía su proceso, aún faltaba mucho para que estuviera a punto, aún
tenía tiempo para descansar. Prefirió quedarse en la cocina, en la misma silla
de la que se acababa de levantar, pero a Pepi le entró algo de hambre y cogió
unos pistachos, quizás por hambre, por gula, por pasar el tiempo, pero no
quitaba ojo al reloj. A pesar de que el tiempo había de preocuparle hacía
tiempo, ahora era su gran aliado. Se dormía con el tic-tac, sin prisas, sin
preocupaciones, pero ahora, sí que tenía una gran preocupación y por eso estaba
tan atenta al reloj de cocina, todo tenía que estar a punto, y para eso era
necesario calcular algo de tiempo, aunque si no, siempre quedaba la opción de
estar con los oídos alerta.
A la una y media llamaron al timbre de casa y se sobresaltó, levantándose de golpe de la silla, no esperaba a nadie y estaba tan absorta en ese
tic-tac del tiempo, que ese timbrazo le devolvió a la realidad. Con toda la tranquilidad del mundo, pero sin fijarse por dónde pisaba, se dirigió a la puerta, sin recordar que el bebedero de agua, el barreño que utilizaba para que siempre tuviera agua para beber seguía ahí, con tan mala suerte que derramó todo el agua, dejando la casa peor de la pocilga que llevaba años siendo. Hubiera mirado por la
mirilla, pero sus cataratas ya no permitían que lo hiciera, así que preguntó
que quién era, como no recibió respuesta y escuchó que llamaban a otras
puertas, maldijo por dentro a esos encuestadores o quien fuese, porque gracias a ellos ahora tenía que ir a buscar la fregona y solucionar todo el jaleo que había enredado, todo por levantase para nada. Después de secar el suelo y poner unos diarios, volvió a su silla como si nada de lo sucedido hubiera ocurrido. Antes de sentarse pensó que sería buena idea ventilar la casa,
a pesar de estar en invierno, no era buen síntoma que el olor de la sangre y
del cuerpo empezase a envolver toda la casa, así que pasó por el comedor y fue
a abrir el balcón, colocó el sillón en la puerta, para que no se cerrase de
golpe y miró todos los balcones del barrio. Un barrio obrero que tras cada
balcón habría una familia que escondía miles de secretos, como ahora lo hacía
ella. El frío le devolvió a la realidad y volvió a su cocina, a seguir comiendo
pistachos. Cuando cogió uno, se fijó que en sus dedos aún tenía entre las uñas
sangre y recordó lo que acababa de hacer. No se arrepentía, porque creía que se
lo tenía más que merecido, pero sí que se sentía sucia. Pensó en prepararse un
baño, pero ya no tenía edad para esos caprichos, ya que sabía que si lo hacía
después, sin ayuda, no podría salir. Así que optó por darse una ducha, cuando
iba por el pasillo un grito agudo le hizo retroceder y volver a la cocina. La
olla exprés ya estaba dando síntomas de estar lista. Así que estaba preparada
para hacer lo que nunca hubiera pensado que haría, pero lo tenía que hacer hoy
o nunca. Aflojó el fuego. Salió al balcón y rebuscó entre las cosas de Antonio
hasta que encontró lo que buscaba: el hacha. No sabía ni para qué tenían eso
ahí, pero ahora le daría el uso que le debió dar hace tiempo. El comedor
quedaría hecho una pocilga, y nunca mejor dicho, pero sería el mejor cocido que
jamás hubiera probado. Le sabía mal que su Antonio nunca lo probaría.
Al cabo de unas horas, exhausta, pero recién duchada y lista
para el gran manjar, le dio un beso a la urna que estaba encima de la
televisión y se sentó en el sofá a degustar el caldo.
-
Por ti, Antonio. Sé que jamás hubieras martado a
Porky, pero no podía más con ese cerdo. Va por ti y no me lo tengas en
cuenta, pero con este cocido, más lo que he congelado, tendré para aguantar
todo el invierno. Además, te lo tenía dicho, ¿dónde se ha visto a un cerdo en
una casa? El trabajo que me ha dado el marrano ese, ahora me toca disfrutarlo.
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