domingo, 6 de noviembre de 2016

Relato: Decisiones de la vida

Decisiones duras, que saben a gloria 

Limpió el cuchillo que aún derramaba sangre. Lo puso bajo el grifo de agua fría, y como si el agua se fuera a llevar todo lo que había hecho, dejó que la sangre se fuera por el desagüe poco a poco, sin que el tiempo pasase, solamente el agua. Después lo dejó en la pica, se secó las manos con el delantal de toalla que siempre le acompañaba, y sin un abismo de remordimiento miró el reloj y se sentó en la silla de la cocina. Se sentó enfrente del reloj como si esperase, o más bien como si el tiempo fuera lo único que le fuera a salvar, como si no se diera cuenta de la hora que era, aunque la tuviera delante. Como si tal cosa, se levantó, miró la olla exprés y vió que seguía su proceso, aún faltaba mucho para que estuviera a punto, aún tenía tiempo para descansar. Prefirió quedarse en la cocina, en la misma silla de la que se acababa de levantar, pero a Pepi le entró algo de hambre y cogió unos pistachos, quizás por hambre, por gula, por pasar el tiempo, pero no quitaba ojo al reloj.  A pesar de que el tiempo había de preocuparle hacía tiempo, ahora era su gran aliado. Se dormía con el tic-tac, sin prisas, sin preocupaciones, pero ahora, sí que tenía una gran preocupación y por eso estaba tan atenta al reloj de cocina, todo tenía que estar a punto, y para eso era necesario calcular algo de tiempo, aunque si no, siempre quedaba la opción de estar con los oídos alerta.

A la una y media llamaron al timbre de casa y se sobresaltó, levantándose de golpe de la silla, no esperaba a nadie y estaba tan absorta en ese tic-tac del tiempo, que ese timbrazo le devolvió a la realidad. Con toda la tranquilidad del mundo, pero sin fijarse por dónde pisaba, se dirigió a la puerta, sin recordar que el bebedero de agua, el barreño que utilizaba para que siempre tuviera agua para beber seguía ahí, con tan mala suerte que derramó todo el agua, dejando la casa peor de la pocilga que llevaba años siendo. Hubiera mirado por la mirilla, pero sus cataratas ya no permitían que lo hiciera, así que preguntó que quién era, como no recibió respuesta y escuchó que llamaban a otras puertas, maldijo por dentro a esos encuestadores o quien fuese, porque gracias a ellos ahora tenía que ir a buscar la fregona y solucionar todo el jaleo que había enredado, todo por levantase para nada.  Después de secar el suelo y poner unos diarios, volvió a su silla como si nada de lo sucedido hubiera ocurrido.  Antes de sentarse pensó que sería buena idea ventilar la casa, a pesar de estar en invierno, no era buen síntoma que el olor de la sangre y del cuerpo empezase a envolver toda la casa, así que pasó por el comedor y fue a abrir el balcón, colocó el sillón en la puerta, para que no se cerrase de golpe y miró todos los balcones del barrio. Un barrio obrero que tras cada balcón habría una familia que escondía miles de secretos, como ahora lo hacía ella. El frío le devolvió a la realidad y volvió a su cocina, a seguir comiendo pistachos. Cuando cogió uno, se fijó que en sus dedos aún tenía entre las uñas sangre y recordó lo que acababa de hacer. No se arrepentía, porque creía que se lo tenía más que merecido, pero sí que se sentía sucia. Pensó en prepararse un baño, pero ya no tenía edad para esos caprichos, ya que sabía que si lo hacía después, sin ayuda, no podría salir. Así que optó por darse una ducha, cuando iba por el pasillo un grito agudo le hizo retroceder y volver a la cocina. La olla exprés ya estaba dando síntomas de estar lista. Así que estaba preparada para hacer lo que nunca hubiera pensado que haría, pero lo tenía que hacer hoy o nunca. Aflojó el fuego. Salió al balcón y rebuscó entre las cosas de Antonio hasta que encontró lo que buscaba: el hacha. No sabía ni para qué tenían eso ahí, pero ahora le daría el uso que le debió dar hace tiempo. El comedor quedaría hecho una pocilga, y nunca mejor dicho, pero sería el mejor cocido que jamás hubiera probado. Le sabía mal que su Antonio nunca lo probaría.
Al cabo de unas horas, exhausta, pero recién duchada y lista para el gran manjar, le dio un beso a la urna que estaba encima de la televisión y se sentó en el sofá a degustar el caldo.
-        Por ti, Antonio. Sé que jamás hubieras martado a Porky, pero no podía más con ese cerdo.  Va por ti y no me lo tengas en cuenta, pero con este cocido, más lo que he congelado, tendré para aguantar todo el invierno. Además, te lo tenía dicho, ¿dónde se ha visto a un cerdo en una casa? El trabajo que me ha dado el marrano ese, ahora me toca disfrutarlo.  


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