Relato: La tortuga naranja
El niño había estado toda la semana esperando a que llegase
el gran día, ese en el que su padre le había prometido llevarle a la playa: el
domingo. El domingo era el día que su padre le había dicho que le llevaría a la
playa, un lugar idóneo para echar a volar su cometa. El niño a sus ocho años
había construido su primera y única cometa. Ahora solamente le hacía falta
comprobar si podía volar, como él quería.
Había estado mucho tiempo construyéndola, le había costado
lo suyo, pero lo había logrado. Era una cometa de colores llamativos, en los
que había dibujado una tortuga en medio de color naranja. Sabía perfectamente
que las tortugas de color naranja no existían, pero era su cometa y podía ser
cómo él quisiera, y lo único que quería era que volase lo más alto posible, que
su tortuga naranja resaltase entre el cielo azul y bailase con las nubes. Para
esa construcción había invertido tiempo y materiales recogidos por casa, como:
plásticos, cartones, hilos, etcétera. Tras mucho insistir, cuando tuvo que
utilizar pegamento para poner los cartones en el plástico y poner los hilos, le
pidió ayuda a su padre. Su padre le ayudó a regañadientes, pero el niño insistió sin cesar hasta
conseguir su objetivo. Al final, el padre, que no era muy manitas y tenía otros
quehaceres se puso manos a la obra para complacer a su hijo. No es que no
quisiera ayudarle, pero no entendía la manía que le había entrado con una
cometa, cuando él pensaba que esas cosas ya no se llevaban, no sabía casi ni
cómo era eso de una cometa, ni mucho menos cómo se hacía. Sus compañeros de
trabajo cuando hablaban de sus hijos, estaban siempre quejándose de que sus
hijos de edades similares a la del suyo, siempre estaban enganchados a los
videojuegos, y en cambio su hijo no quería ni hablar de máquinas infernales,
como las llamaba él. Pensaba que le había salido un hijo raro, pero en el fondo
le gustaba no tener que decirle que retirase los ojos de la pantalla, porque en
muy pocas ocasiones lo había visto pegado a la televisión. Su hijo
siempre estaba investigando y rebuscando cosas que inventar, y su último
invento era la cometa. Al final, el padre, después de navegar por internet y
ver cómo se hacía una cometa le ayudó. Una vez lo lograron le prometió que
irían a la playa para hacerla volar y ver que su proyecto se había hecho
realidad.
La noche de antes, el niño se quedó a ver las noticias, le
interesaba saber qué tiempo iba a hacer el domingo por la mañana. Estaba muy
nervioso y no quería que nada frustrase sus planes. No paraba de reír y estaba
muy alterado, como si fuera la noche de Reyes, y su padre de reojo le observaba
y sonreía, aunque se dirigía a él con un gesto serio, para mandarle a la cama,
amenazándole que si no, las sábanas se adueñarían de él y no habría quién le
despertase, pero en el fondo disfrutaba viendo a su hijo tan feliz con el plan
de compartir el día juntos.
Cuando el niño se fue a la cama cantando y riendo, el padre
recibió un correo electrónico de Estados Unidos, su manager le anunciaba que el
proyecto se había adelantado y tenían que presentarlo el lunes a primera hora.
No podía creerlo, un sábado por la noche le anunciaban que tenía que estar
listo un proyecto que era para dentro de dos semanas. Volvió a leerlo y vió que
había más gente de su departamento en copia. Enseguida, después de varios
minutos quedándose embobado ante la pantalla del portátil, sin saber qué hacer,
cómo organizarse. Empezó a escribir correos como un loco. Tenían que ponerse
las pilas para tenerlo listo el lunes a las nueve, si no perderían la
subvención, sabía lo importante de este proyecto. A las seis de la mañana cuando Morfeo se
apoderó de él, cayó encima de la pantalla del ordenador.
Al fin, el soñado día del niño llegó. El domingo que le
había prometido el padre ya estaba ahí. Lo primero que hizo el niño cuando se
despertó, fue ir corriendo al balcón y ver qué día hacía. Una sonrisa delató su
alegría, y fue a grandes zancadas a la
habitación de sus padres. Entró sin llamar y se tiró en la cama, gritando y
riendo, diciéndole a su padre que se arreglase, que hacía un día
estupendo, que tenían que ir a la playa, que tenían que estrenar la
cometa.
El padre estaba
dormido y con todo el jaleo de última hora, en lo que menos pensaba era en
cometas. Había olvidado por completo la promesa, miró el reloj y se dio cuenta
que, aunque llevase tres horas de sueño se tenía que poner en pie, para
proseguir a contra reloj, despertando a todo su equipo y dirigiéndose a la
oficina para poder terminar a tiempo el proyecto. El niño al ver que había conseguido que su
padre se levantase, aunque no le prestase casi atención, se fue corriendo a la
cocina, para preparar el desayuno. Vió que su padre entraba a la cocina vestido
con traje como cuando iba a trabajar, y no entendía por qué se vestía así para
ir a la playa y empezó a reírse como un loco.
-
Papá, piensas ir así de elegante a la playa?
Creo que te vas a ensuciar de arena.
El padre serio se le quedó mirando y se sentó en la silla de
al lado, le dijo que ya habría tiempo para echar a volar la cometa, que sin
ellos no podría ir muy lejos la tortuga y sonrió.
Esa última sonrisa a su hijo no le hizo nada de gracia. No
entendía por qué tendría que esperar y mirando al vaso de leche le dijo
flojito, pero con rabia:
-
¡Mentiroso! ¡Me lo habías prometido!
El padre no tenía mucho tiempo que perder, no sabía qué
decir, y el teléfono le salvó. Se fue de casa hablando de negocios: cifras,
fechas y entresijos de última hora.
Cuando se levantó la madre y fue a la cocina se encontró a
su hijo estático, mirando hacia ninguna parte, ausente, mientras sus saladas
gotas se juntaban con el vaso con cola-cao que tenía delante. La madre se fue a
sentar al lado de su hijo, pero él al ver que era el mismo gesto que unos
minutos antes había hecho su padre, se levantó arrastrando la silla y se
encerró en su habitación.
La madre pensó que empezaba pronto la adolescencia, que qué
complicado lo tendrían en unos años. Llamó a su marido, pero éste no le
respondía, quería saber si aunque fuera más tarde podrían ir a la playa, porque
el niño estaba hecho polvo, con una rabieta considerable. La madre estaba en
una encrucijada, pero optó por coger las riendas. Llamó a la puerta de su hijo,
pero éste dio por respuesta la callada, así que entró y se lo encontró dentro
de la cama, sollozando como un cervatillo herido, y era como estaba: herido en
su orgullo, herido en promesas frustradas, herido. La madre le acariciaba y
éste lloraba con más fuerza, diciéndole que se fuera. Ésta cogió la cometa que
estaba en el escritorio y le dijo:
-
Bueno, si te quieres quedar todo el día
llorando, tú mismo. La tortuga naranja y yo nos vamos a la playa, si no te
quieres venir, tú mismo. – Lo dijo con toda intención, con una sonrisa pícara
que su hijo escondido no podía ver.
El niño paró de berrear, asomó la cabeza por las sábanas y
se le quedó mirando con los ojos como platos: ojos grandes, rojos y brillantes.
-
¿En serio? Pero… ¿vamos a ir sin papá?
Al ver que el niño estaba más calmado, se sentó de nuevo en
la cama y le dijo que a su padre le habían salido temas importantes de trabajo
que tenía que terminar hoy sí o sí. El
niño le rebatió que él llevaba meses haciendo esa tortuga y que no era justo
que prometiera cosas que después no podía llevar a cabo, porque siempre estaba
ocupado. La madre no rebatió a eso,
estaba harta de siempre defender lo indefendible: sabía que su marido debería
dedicarle más tiempo a su hijo, en vez
de dedicar tiempo a sacar adelante programas infantiles: haciendo felices a
otros niños, más que al suyo.
La madre que no había formado parte de la construcción de la
cometa, que no sabía cómo iba ni nada, optó por coger las llaves del coche e ir
a la playa, su hijo debía saber cómo iba. Conducía seria, porque el día no era
como lo había planeado, pero nada sale como lo planeas. Para no darle más
vueltas al asunto, le dijo a su hijo que él tendría que hacerla volar, que él
sabría cómo. El niño se le quedó mirando, parpadeó y dijo riéndose: “vale, pero
no sé cómo podrá volar una tortuga”. Había recobrado la emoción, la ilusión,
los nervios de quien quiere ver volar su primera cometa.
Aparcaron y fueron cerca de la orilla. Era invierno y no
había casi nadie, iban abrigados, porque hacía bastante frío, a pesar de los
rayos de Sol. El niño sacó la cometa y se fue casi a la orilla. La madre se
reía viendo la silueta de su hijo con una tortuga gigantesca más grande que él,
al menos que su cabeza, que ni se la veía.
Odió a su marido por perderse ese momento y pensó en hacer una
fotografía con el móvil y se la mandó. Ese
momento de su hijo caminando por la arena llevando una cometa que le tapaba la
cabeza era para inmortalizarlo.
El niño se sentó al lado de la cometa y empezó a desliar los
hilos, una vez terminado, se quedó cabizbajo mirando la arena. La madre le preguntó
qué ocurría, pensando que se habrían dejado algo en casa, y el niño le dijo que
no sabía qué tenía que hacer. La madre que no se rendía fácilmente le dijo que
usase la imaginación y rezó para que en ese momento apareciera un experto en
cometas haciendo volar la suya y les explicase cómo podían hacer volar ese
plástico, pero aparte de algún que otro pescador y alguien paseando a su perro,
no había ningún genio de cometas.
La madre decidida, como si supiera, cogió la cometa con una
mano y con la otra los hilos y se puso a correr, pero la tortuga cayó
estrepitosamente en la arena. La madre se mordió el labio inferior, deseando
que no se hubiera roto, porque eso ya sería completar el día de disgustos. El niño corriendo fue a ver cómo estaba la
tortuga, pero había sobrevivido a la caída. La madre suspiró.
Repetidas veces el niño intento hacer volar la tortuga, tal
y cómo había hecho su madre, sin ningún éxito. Abatidos la madre dijo de ir a
la única terraza que había abierta y se tomaron un helado, a pesar de ser
invierno, necesitaban algo dulce, para endulzar ese día tan amargo. La madre de
vez en cuando iba mirando el móvil y se indignaba cada vez que lo hacía, porque
su marido no había contestado a la foto enviada, como si no se preocupase por
ellos, por la ilusión de su hijo. Disimulaba delante de su hijo con sonrisas
fingidas, le colocó un pelo tras la oreja y le dijo que ya habría tiempo para
echar a volar la tortuga, que como era una tortuga estaría invernando. El niño
esbozó una tímida sonrisa y con el humor que le caracterizaba dijo, pues la
próxima vez haré una mariposa, para que así sí que vuele, y rieron. La madre
vio que eran pasadas las doce y tendría que ir para casa, para ir haciendo la
comida. Con pena le dijo a su hijo que tenían que ir yéndose. Cuando el
camarero trajo la cuenta y vio la cometa, le dijo al niño si la había hecho
volar, pero el niño con los ojos brillantes le dijo un rotundo no. El camarero
que era un chico joven, no entendió la negativa del niño y siguió hablando,
diciendo que él cuando libraba siempre venía aquí con su cometa y bla, bla,
bla. Para el niño era un hombre que no callaba y encima podía hacer volar
cometas, mientras él no, pero para la madre fue la solución a aquel día. Le
dijo al niño que ahora venía que iba al baño, y fue con el camarero para que le
explicase cómo podía hacer volar la cometa, le dio un par de trucos: cómo saber
de dónde venía el viento, no sacar todo el hilo, si no ir haciéndolo poco a
poco a medida que corrías, entre otras cuestiones. La madre agradecida, casi le
da un abrazo, pero se contuvo y le dio una buena propina.
Al salir vio al niño ya en pie que al verla ya se dirigía al
coche y esta con un silbidito le dijo que viniera que se le había ocurrido una
cosa. El niño ya estaba cansado de probar y probar, para nada y lo único que
quería era irse.
Cuando el niño se acercó la madre le arrebató la cometa,
sabiendo que el niño ya no iba a hacer ningún intento más, al no ser que viera
que era posible. Ella siguiendo los consejos del camarero, se puso a correr
como una loca. El niño se le quedó mirando como un pasmarote, sin saber qué
hacía su madre, hasta que casi se le salieron los ojos de las órbitas, al ver que
su madre estaba consiguiendo su sueño y poco a poco una tímida sonrisa fue
asomando, hasta que esa tímida sonrisa se convirtió en una carcajada y fue tras
la madre, queriendo ser él quien aupase a su tortuga a los cielos.
El padre que de reojo había visto que le había llegado una
notificación en el móvil, cuando vio que todo el equipo estaba más que manos a
la obra. Abrió en su despacho el mensaje y vio en la pantalla del móvil a su
hijo caminando por la arena de la playa con su cometa. Con una mano temblorosa
aguantaba el móvil, con la otra se masajeaba las sienes, como intentando
pensando qué hacer. Sin pensárselo más veces, volvió a mirar la foto, vio el
faro de la playa donde siempre iba, cogió del cajón las llaves del coche y se
fue sin decir nada a su equipo. Solamente dejando un post-it encima de la mesa:
“Si me necesitáis me podéis localizar en el móvil, ahora necesito tomar el aire
y cumplir una promesa”.
Con decisión y antes de que la razón le paralizase, siguió
los pasos de su corazón y se dirigió al coche.
Por el camino pensaba en cuantas promesas había incumplido su padre en
el pasado y no quería convertirse en los sueños rotos de su hijo, además, sin
decírselo a nadie para no desmotivarles, sabía que era imposible sacar el
proyecto en unas horas, así que antepuso algo que debería haber hecho antes.
Las gaviotas anunciaban que se acercaba al lugar donde
estarían su hijo y su mujer. Sabía que no sería recibido con los brazos
abiertos, porque él mismo no lo había hecho cuando su padre aparecía al final
de cada partido, como si hubiera estado durante todo el juego. Pero, tenía que
intentarlo.
Aparcó al lado del coche de su mujer y se alegró de saber
que aún estaban allí. Miró al cielo como pidiendo ayuda y allá bailando con las
nueves vió algo naranja, la tortuga de su hijo. ¡Lo había conseguido! Sin él,
pero estaba haciendo volar su tortuga. Esa no era la señal que esperaba recibir
del cielo, pero se le iluminaron los ojos al ver que los sueños eran
posibles. Siguió el rastro de la
tortuga, como si le fuera a guiar hacia su objetivo: su familia, y así lo hizo.
Antes de abrir la boca y plantarse ante ellos, desde la lejanía comprobó que la
tortuga, la cometa, seguía volando sin detenerse, a pesar del poco viento que
hacía, y se dio cuenta que el tiempo volaba tan rápido o más que la cometa,
pero que los momentos felices quedarían grabados en la retina como el paso de
una tortuga, a cámara lenta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, no olvides indicar tu nombre.