domingo, 24 de enero de 2016

Relato: Tras el payaso

La felicidad que da un payaso 

Soy Willy y me declaro culpable, culpable de despertar sonrisas a niños que lo necesitan. Siempre he querido hacerlo y ahora que tengo cuarenta y cuatro años parece que lo he conseguido. No sé si soy feliz, porque eso es muy relativo, pero sé que cuando veo esas miradas ilusionadas, esas risas contagiosas y  esos aplausos suenan tan fuerte, parece que si algo de tristeza albergaba en mí, desaparece, aunque sea por esos momentos de felicidad contagiosa.  Saber que soy  el culpable  de esa felicidad me genera un  orgullo que nadie puede  quitarme.

Puedo tener a toda mi familia en contra por decidir ser quien soy hoy día, pero no me arrepiento de la decisión que tomé y mucho menos de acabar siendo quien soy. Para mí dedicarme a lo que me dedico es todo un orgullo y puedo decir en voz alta y gritando a los cuatro  vientos que soy un payaso, un payaso  que  lleva la cara pintada, la ropa de colores y  que con la máscara de la alegría y  mis múltiples  locuras hago que esos niños que están atados día y noche a un hospital, se olviden de dónde están, de las caras tristes de sus familiares y del dolor.  

Hubo un antes y después, para que al fin viviera sin miedos, sin inseguridades, después de aquel día en que todo cambió, me dí cuenta que ciertamente mi vocación era real, a pesar de llevar años creyéndolo. Algo hizo que  con más fuerza aún  mi alter ego de payaso  me sacase del pozo: de eso donde tanto tiempo había estado solo, pero luchaba por mi sueño, ser quien soy, a pesar de todo.  Y puedo decir bien alto que valió la pena, porque  al final el tiempo me dio la razón, y como tantas otras veces, mi profesión dio tanto y siguió ayudando.

Esa mañana como tantas otras me llamaron al teléfono de empresa, para ir al Clínico. Había un caso de un paciente que quería verme, yo sabía que normalmente en ese hospital no había niños y me extrañó mucho  que solicitasen mis servicios, sin embargo, tampoco iba  sobrado de trabajo, como para rechazar cualquier oferta laboral. Además, era todo un lujo que  quisieran que fuera especialmente yo. Cuando finalicé la llamada, me dispuse a preparar toda la ropa- no tenía coche y por muy orgulloso que estuviera de mi trabajo no me apetecía ir  ya vestido de payaso, prefería, desde que me había adentrado en este mundo, cambiarme en el lavabo de la habitación, aunque rompiera un poco el encanto y me vieran tal y cómo soy: calvo, bajito, con gafas y sin nada de pinta de ser el loco payaso Willy.  Llegué a la hora que me dijeron, casi con el tiempo justo para entrar en escena, antes de ello la enfermera, como siempre hacían, me quiso poner en antecedentes: Estábamos ante un caso de un enfermo terminal, le quedaban semanas, pero quería  evadirse del mundo. Decía que con tanta morfina estaba un poco  adormilado, pero  sino la tomaba era incapaz de soportar los dolores  que esa enfermedad le generaban.  Yo asentí y preparé el número de las ilusiones y los sueños, al menos, ya que quizás era la última vez que esa persona  iba a ver un espectáculo que fuera el más mágico y pudiera pedir los sueños que no se le habían cumplido.  
Me pareció raro que no me dijeran el nombre, ni la edad del paciente, simplemente era un varón de edad avanzada, pero con ilusión de ver un gran espectáculo y sabía que  yo era uno de los mejores.

No hay nada más triste que ver a un payaso  llorando, pero en cuanto entré por esa habitación y ví a ese  hombre en la cama, con un pijama y con la mirada perdida, por muchos años que hubieran pasado, lo reconocí. Mi padre, quien tanto  había renegado de mi profesión, quería verme actuar ante él, solo para él.  Tantos años sin querer hacerlo y su último deseo era verme en  acción. Me sentí traicionado por el tiempo perdido, por la situación y porque no sabía  si lo que quería era reírse de mí, o era cierto que estaba, aunque fuera un poco, orgulloso de mí. Principalmente lloré por saber de él, por saber  que le quedaba poco tiempo y que habíamos desperdiciado el tiempo: por rencillas, por desacuerdos, por ser cada uno como somos. Testarudos, cabezones, orgullosos, sin dar el brazo nunca a torcer, todo eso había hecho que se hubiera  abierto una brecha, donde la distancia del tiempo hizo de las suyas.  Mis lágrimas seguían haciendo de las suyas  y el maquillaje enseguida sería un borrón, una mancha que desdibujaría la sonrisa pintada con cera de color rojo. Intenté controlarme y ser un profesional, no sé si la enfermera estaba enterada de quién era yo, y no quería que mi reputación  quedase por los suelos, me jugaba más contratos. Pero sé que si me habían llamado de ese hospital había sido por ese paciente, ese que al verme, al contrario que yo, dibujó una sonrisa y abrió los brazos esperando un abrazo  que nunca llegó. Me olvidé del payaso loco y divertido que era,  de mi traje coloreado, y solamente recordé: el dolor pasado, la soledad, la incomprensión,  y solamente veía a un hombre que no había estado a mi lado y que pretendía que ahora yo le abrazase  como si el cariño, que sí que lo tenía  si no, no hubiera arrojado esas lágrimas de niño pequeño,  permaneciera  ahí como el día que me echó de casa por decirle que quería ser payaso.   Los años habían pasado, yo había cumplido mi sueño, pero con un fuerte sacrificio, por tanto no era tan completo  como hubiera deseador, la perdida de mis padres, de mi familia, de su apoyo, de su cariño, de saber qué eran unas Navidades en familia, de  saber qué era un abrazo en los momentos en  que más lo necesitas, y ahora él solamente me pedía uno de esos abrazos que tanto yo había anhelado, pero estaba paralizado.

Me tuve que quitar la nariz  de espuma, para sonarme los mocos, se estaba empapando, suerte que llevaba de repuesto. La enfermera al notar la tensión que se respiraba en la habitación y al ver que  algún vínculo nos unía, se esfumó diciendo que le parecía escuchar el timbre de otra habitación.  Casi agradecí quedarme a solas con él, el gran desconocido, el conservador e intolerante padre que nunca perdonó  que su hijo, yo, no siguiera sus pasos y se dejase llevar por su vocación. Me quedé mudo, serio, y me alegré de que las lágrimas hubieran borrado la sonrisa de mi máscara. No estaba como para sonreír, ni para hacer el numerito, pero tampoco quería echarle toda la mierda acumulada que  me hubiera gustado echarle, porque entendí que  ese hombre, mi padre, no estaba en condiciones de rebobinar y   recuperar el tiempo perdido, lo único que le faltaba era tiempo. Además, la rabia, la impotencia y el no esperar encontrármelo ahí, hizo que me convirtiese en un mimo paralizado ante la situación. Entendí que aunque  mi número no fuera  bueno, por no decir  que no había número, entendí que ese hombre  no quería vivir un último espectáculo, quería recuperar los abrazos perdidos.    Mientras yo estaba estático y observándole, y  no paraba de darle al pañuelo,  él en ningún momento se rindió, en ningún momento bajó  los brazos, ni hizo desaparecer su sonrisa, ni se apagó la ilusión de su mirada.  Al final, ante esa mirada de niño perdido en cuerpo de un anciano, me rendí y le abracé. Si  era payaso era para hacer feliz a los demás, llevaba el traje y tenía que comportarme como lo que era, un payaso que  es sumiso ante los deseos de los demás, abnegándose a los suyos.  Cedí y no sé cuánto tiempo  estuvimos abrazados como si de esa manera  pudiéramos retroceder al pasado y  recuperar todos los que no nos dimos. Me reconfortó, pero a la vez  me sentí triste por no haberlo hecho antes, por saber dónde estábamos y recordar las palabras de la enfermera, sabía que le quedaban meses, semanas ó días, quién sabe y él había querido verme.  
Cuando nos soltamos me pidió que me sentase en la cama,  me hizo saber lo mucho en falta que me  había  echado, me puso al día y  me dolió mucho enterarme que mi madre no estaba con él, porque  había fallecido hacía dos años. Mi cara era de rabia, de dolor, de incredulidad,  ¿cómo podía ser que nadie me hubiera avisado?. Al menos me hubiera gustado despedirme de ella. Tenía ganas de salir huyendo y dejarle solo, tal y cómo e´l años atrás me había dejado, no se merecía ni mi respeto, ni mucho menos mi compasión. Mi padre se estaba sincerando, demasiado, y la verdad escocía mucho, demasiado para una vida como la mía. Él relatándome  todo lo que  contaba también  iba perdiendo la voz, el cansancio, el recuerdo y  la culpabilidad de no haber sido cómo debería  haber sido para un hijo hacía que  se fuera debilitando cada vez más… y los sentimientos empezasen a aflorar. Sentía que todo  lo que  me decía lo decía de verdad,  me extrañaba ver a un hombre tan mayor llorando, pero más aún saber que ese hombre enfermo que no tenía perdón,  me lo estaba suplicando.  Yo era incapaz de mirarle a la cara, me daba pena  verle en esa situación,  pero me daba asco todo lo que me decía, porque  por mucho que  se le partiera el alma, a mí me la estaba machacando. Entre lo cansado que estaba el paciente y  lo harto que estaba de escuchar a ese loco anciano, cogí  mis bártulos y me fui, sin otro abrazo, sin una despedida y  sin mirarle. Me daba la sensación de estar perdiendo el tiempo, dedicándoselo a una persona que no se había arrepentido de nada,  y que solamente  ahora que estaba ante el abismo de la soledad y la muerte, solamente ahora era  capaz de recordar que había tenido  un hijo.

Ese día fue un shock enterarme de tantas noticias sucedidas durante tantos años en un par de horas.  Enterarme de  todo lo que me había perdido, saber que no tenía madre y que casi no me quedaba padre. Mi cabeza no paraba de darle vueltas a todo,  saber que había sido mal hijo por elegir un camino con el que mis progenitores no habían estado de acuerdo, solamente una decisión sobre mi propio  camino hizo que me desterrasen de casa, de la familia, del cariño.  Hacía  años, más de veinte que  no sabía nada de ellos, y en un acto de  redención, de culpabilidad, de irse en paz,  mi padre  contacta con mi  empresa para verme como payaso: el  hilo  que  cosió nuestra separación. 

Esa noche no pude dormir, no paraba de darle vueltas a todo lo que me había dicho, todo lo que había vivido y no sabía qué hacer. Mis ojos estaban hinchados, mi cabeza era un tambor que no paraba de retumbar palabras y yo era un manojo de nervios. En mi foro interior sabía que  como buen cristiano, como hijo, como ser humano con sentimientos, debía perdonarle, pero era todo tan  reciente, tan difícil de superar que no sabía  si  hacerlo o no, porque en cierto modo, para mí, aunque fuera mi sangre, aunque algo de cariño perdurase, era un extraño que había  hecho que me encontrase muchas espinas doloras en mi camino y  que nadie me las curase, había permitido que estuviera solo, sin familia. Y ahora egoístamente quería recuperar al hijo que alguna vez tuvo, pero del que se desprendió en cuanto quiso  ser valiente y llevarle la contraria. Ahora que  se ve solo en una cama, quiere el perdón, no quiere morir solo, pero yo soy  incapaz de  perdonar, aunque  fuese lo que tuviera que hacer. 

En algún momento de la madrugada me debí  dormir, pero me desperté como si me hubieran pegado una paliza. En cierta manera la paliza me la habían pegado  el día anterior, una de esas que no se olvidan y hacen mucho daño:  sicológicamente , moralmente y  en el corazón. Estaba  roto, no sé  ni de dónde había sacado las fuerzas  para levantarme, debieron ser las ganas de tomarme mi café matutino. Me  lo tomé a solas, en silencio  y una voz interior me dijo que me olvidase del pasado, porque ya no se podía hacer nada y que fuera a ver a ese hombre que tanto me necesitaba, si lo hacía por los niños también lo podía hacer por él, me tenía que olvidar  de quién había sido ese hombre y pensar en quien era: un hombre a punto de morir, sin familia y que quiere cariño.

Me vestí corriendo: unos tejanos y una camisa blanca, y antes de que  cambiase de idea, tenía que hacer caso a  mi conciencia, seguro que era lo mejor que podía hacer.  Subí a la séptima planta y busqué la habitación 704 pero cuando entré ya no había nadie. Había llegado demasiado tarde y me derrumbé, se había ido sin que yo aceptase su perdón, sin darle  otro abrazo y sin hacerlo feliz.  La enfermera  del día anterior entró  en la habitación y al verme casi desmayado en el suelo, se preocupó, me incorporó y  me dijo que quién era yo. Por lo visto no recordaba la  corta conversación antes de convertirme en payaso, y con ropa de calle no me reconocía.  Le conté que era el hijo de Juan Antonio, omitiendo  que era el payaso del día anterior  - si quería atar cabos que  lo hiciera ella sola-.  Entonces  se me quedó mirando cómo interrogándome con la mirada, extrañada de no haberme visto antes por ahí, después de unos segundos de sentirme muy  observado, me dijo que esperase un momento y se fue. Pensé que iba a avisar a seguridad, así que antes de que viniera alguien me escapé por el pasillo. Cuando estaba avisando al ascensor alguien me llamó por mi nombre de pila, me giré instintivamente, sin esperar a nadie conocido por ahí. En una de esas butacas enfrente del ascensor, con la luz de los grandes ventanales  que daban a la playa, estaba mi padre, con el oxigeno colgando de un palo, con el pijama y  la mirada ilusionada de quien ve a un hijo  que ha recuperado.  Mi cara fue  la de ver a un fantasma, demasiadas emociones para  quien lleva una vida tranquila como yo. Sin embargo, una vez recuperado  del shock, fui corriendo a abrazar a ese hombre que con los años había recuperado la cordura y había asumido que se había equivocado,  había querido que estuviera allí con él, no podía abandonarle.  Willy tenía que hacerle feliz, porque para eso era un payaso. 

No me arrepiento de la decisión que un día tomé, a pesar de haber sacrificado muchas cosas,  ya que me ha dado más satisfacciones que  penas. Ahora  si  cabe, valoro aún más mi profesión. A veces, cuando recuerdo aquel episodio en mi vida, ahora ya hace más de cinco  de aquella casualidad que reconcilió con la vida, pienso que tal vez el impulso de aparecer en el hospital no fuera por mi conciencia, sino que fue  mi otro yo, Willy, mi alter ego, quien habló por mí y  me guió hacia la buena obra de mi vida. La mejor que he hecho y  la que día a día, dibujando sonrisas me hace ser mejor persona.