CAMINO DE ESPINAS
Me sentía hambriento, cansado y
sediento, pero seguía caminando. Sabía que todo había sido un error, una
equivocación, no sabía muy bien qué había pasado, pero ahora me veía solo en un
lugar desconocido. Se habían ido sin mí y los tenía que
encontrar, porque ellos siendo cómo eran no recordarían dónde me habían dejado.
Así que, aunque estuviera a punto de desfallecer tenía que continuar, tenía que
hacerlo por los pequeños de la casa. Ellos eran el motor que me hacían seguir
hacia adelante, los que hacían que las fuerzas no me abandonasen. Recordaba
todos los buenos momentos que habíamos vivido y eso me impulsaba a seguir
adelante, para encontrar el camino de la casa donde nací.
Cuando las noches frías venían,
intentaba buscar un hueco entre matorrales, para que el frío no me calase los
huesos, y aunque la comida no era como en casa, algo encontré por el bosque y
bebía de los ríos y los charcos que por el camino iba encontrando. No podía
quedarme quieto, daba igual cuántos días llevase caminando, sé, mi instinto me
lo decía, que ya estaba cerca. Mis pies estaban gastados, agotados y con
heridas, cómo me hubiera gustado tener una de las zapatillas que utilizaba Zoe
para correr, así no tendría tanto dolor en mis pezuñas. Cuando llegase a
casa me prometí no estropeárselas, ni escondérselas, porque entendía lo
importante que eran para ella, cosa que hasta entonces nunca le había dado ni
la menos importancia al calzado. Sería mucho más bueno, obediente y mimoso, así
nunca tendrían ninguna queja sobre mí, sería tan ejemplar que estarían
orgullosos de mí.
Al tercer día me pareció divisar
la casa, mi casa. Casi se me saltaron las lágrimas, no me lo podía creer,
después de tanto esfuerzo tendría mi recompensa: estar con los míos. Vi que el
coche seguía aparcado donde siempre, ese coche donde me habían montado tres
días atrás y se habían olvidado de mí. Aunque todavía no llego a entender cómo
pudieron olvidarse de mí con mis 42 kilos, con todo el pelo que tengo y lo
grande que soy, y tampoco entiendo porque justamente ese día me quitaron el
collar, si nunca lo hacían. Supongo que sería para que me sintiera más libre,
aunque ahora que no lo tenía sentía que me ahogaba sin él. Pero, ahora que
volvía a casa sé que me lo volverían a poner, porque me gustaba llevarlo y que
la gente viera mi nombre en él. No sé fue un día muy raro, se salía totalmente
de lo corriente: recordaba que Juan me dijo que íbamos a dar una vuelta,
subimos al coche y después se fue. No sé, pero ahora que ya veía la meta, olvidaba
ese día y todos los malos momentos, solamente quería llegar y abrazarles,
quería demostrarles que les quería, por si acaso les quedaba alguna duda, era
mi familia y yo sin ellos, me había dado cuenta, que no soy nadie.
Solamente tenía que cruzar y ya estaría
en mi parcela, pero no sé si el cansancio hacía que viera mal, ya que mi casa,
donde yo pernoctaba no estaba. Pensé que aún estaba lejos como para saberlo con
certeza. Cuando me fui acercando me dí cuenta que sí que era mi casa, no era
una equivocación, desde la valla observé que sí que estaba mi alcoba, mi
refugio, mi hogar. ¡Cómo no iba a estar! Aunque fijándome mejor, ví que era muy
diferente, era nueva, tenía colores, la habían pintado y reformado. ¡Qué
detalle! Qué ilusión me hizo saber que habían renovado la casa. Seguro que
querían darme una sorpresa y por eso me habrían dejado allí, para que no viera
los preparativos. Aunque si no recordaba mal, mi cumpleaños no era hasta dentro
de seis meses, pero se habían adelantado. Sabía, siempre lo había sabido, que
no me traicionarían. Puk, mi mejor amigo, siempre me decía que no me fiase ni
un pelo de los humanos, que cuando menos te lo esperas, te abandonan. Sin
embargo, yo le hacía caso omiso a sus habladurías, y le replicaba que con la
familia que yo tenía no me pasaría, que él tenía envidia, porque él había
tenido muy mala suerte en la vida y no tenía una familia como la mía. Me sabía
muy mal por él, pero me fastidiaba que tuviera que meter a todos en el mismo
saco, no todos eran igual, para ejemplo los míos. Él seguía que yo sabría, pero
que ya se lo diría dentro de unos años, porque no le daba buena espina el viejo
Juan, el abuelo de Zoe y dueño de la casa. No sé por qué lo decía, creo que no
le caía muy bien, porque Juan en cuanto lo veía entrar por la zanja, lo echaba
con malos modales, y nunca le daba nada de comer. A mí me hubiera gustado que
se llevasen bien, los dos eran mis amigos. En parte entiendo que no hubiera
afinidad, más que nada porque no se conocían y la desconfianza hacía que Juan
lo echase y que Puk se sintiera molesto. En más de una ocasión, yo me escapaba para
ver a Puk, iba a su escondite, y llevarle algo de mi comida, sabía que Puk, a
pesar de su carácter pulgoso y huraño, lo agradecía.
Durante estos días de caminata
incansable he recordado las palabras de Puk, pero, aunque reconozco que por
minutos, sobre todo cuando estaba más cansado, se me pasaba por la cabeza que
pudiera tener razón, se me disipaban las dudas cuando recordaba palabras
cariñosas de Zoe, las fiestas que me hacía, los juegos y todos los buenos
momentos vividos juntos.
Ahora que solamente me faltaba
llamarles, para que me abriesen la puerta, la emoción hizo que se me crease un
nudo en la garganta, que me impedía articular ningún sonido. Y más aún cuando
de repente me ví de pequeño jugueteando por el jardín, de eso ya hace más de
diez años. Pero, no, no estaba recordando lo estaba viendo con mis propios
ojos, como si pudiera ver nítidamente mi pasado. Puk, lamentablemente, tenía
razón, me habían reemplazado, por otro más joven, más juguetón, más guapo, como
yo hace diez años.
La tristeza de saber que lo que
yo pensaba una sorpresa, era una traición en toda regla, pudo conmigo. Mis
piernas, la sed, el cansancio y el no poder con mi alma, hizo que me tumbase
desolado ante la puerta de mi casa, donde había vivido durante toda mi vida. Había
llegado a la meta, pero el resultado no era el esperado. Sabía que era mi
final, pero quería que ellos vieran que los había encontrado, que me había
enterado de todo. Desde el suelo, no me salió un fuerte ladrido, sino uno muy
agudo, triste y que me irritó toda la garganta. No quería guardarles
rencor, primero porque no sé cómo se hace eso, y segundo porque no estaba
molesto, estaba dolido, desolado y decepcionado. No podía hacer otra cosa que
llorar. La tristeza me dolía, se me clavaba en el corazón como una punzada.
Se abrió la puerta, la que estaba
enfrente de mi sombra, yo solamente era una sombra de lo que había sido, era un
fantasma, y salió Juan acompañado del nuevo miembro de la familia que no
reparaba en mi presencia y solamente hacía que saltarle al abuelo. El viejo sí
que reparó en mí y puso una cara indescriptible, como si no creyera verme de
verdad, seguramente mi aspecto no era el de siempre. El reflejo de su cara
denotaba: sorpresa, incredulidad, pero no dijo nada, solamente me miró sin
saber qué hacer. La comisura de sus labios me transmitía una culpabilidad
estática. No sé cuánto tiempo pasó, hasta que sí que mirándome fijamente, con
la mirada brillante como nunca antes se la había visto, susurró entre dientes algo, me pareció
entenderle:
-
Perdóname. Tú siempre has sido fiel, no como yo.
No es que esperase su perdón,
pero como si mi corazón sí que lo esperase, dejó de latir y no recuerdo nada
más.
ÉL NUNCA LO HARÍA
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